Ángela Vallvey

Hablar

La Razón
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Cuando nos dirigimos por teléfono a algún organismo, oficina o institución, las personas solemos preferir que nos atienda un ser humano antes que una máquina. Sobre todo porque «las personas humanas» somos más sensibles a las increpaciones, súplicas, dicterios e insultos varios, en los que tan rico y exuberante es el idioma español, y también sentimos una irrefrenable tendencia al bochorno, la ira, la vergüenza ajena... De modo que, cuando se habla con un congénere, es más fácil llegar a cierto entendimiento y que el solicitante de información o reclamaciones diversas tenga una mínima oportunidad de ser oído –ya que no escuchado–, mientras que, si se hace con una máquina, una puede maldecir las poleas de sus ancestros que el robot ni se inmuta. Durante largas semanas, en uno de esos contenciosos absurdos y desquiciantes que todos tenemos tarde o temprano con la compañía de teléfonos, recuerdo que me veía obligada a hacer varias llamadas a un número que respondía invariablemente una máquina. «Por favor, diga qué desea», la voz automática era tan fría como acariciadora. Si yo contestaba «avería», o cualquier palabra que se acercara medianamente a la realidad, me veía inmersa en una cadena interminable de preguntas y respuestas con un artefacto diabólico, y como yo quería hablar con un operador, respondía, tan impasible como el dispositivo automático: «Pues verá, me gustaría disfrutar de unas vacaciones balinesas, pero no puedo largarme porque estoy pendiente de comprobar si me ha tocado la lotería. También le digo que mi prima Pili no debería haberse puesto falda escocesa para la comunión del niño. ¿A quién quiere escandalizar hoy día, excepto a mí...?». El chisme replicaba: «No le he entendido». Yo contraatacaba haciéndole un resumen de la situación política nacional (ejem). Al tercer «No le he entendido» seguía un lacónico: «Espere. Le pasamos con un operador...», y entonces me atendía un encantador empleado latinoamericano, tan amable y cuidadoso que la comunicación resultaba con él aún más difícil que con la máquina contestadora. Comunicarse es emitir señales que son capaces de descifrar un emisor y un receptor. El idioma suele ser el vehículo que nos permite compartir algo, poner en común una experiencia. Resulta increíble que, en esta época –¡la plenitud de la globalización!–, cuando se supone que todos estamos más interconectados y «linkeados» que nunca, no logremos conversar felizmente ni entre humanos ni entre máquinas. (Mire usted: PSOE, etc...).