José Luis Requero

Hacia un mundo feliz

Según el Consejo de Europa la corrupción es «una amenaza extremadamente grave, hasta potencialmente fatal, para el buen funcionamiento de la economía y de las instituciones democráticas». Se explica así que en las encuestas del CIS o en la más reciente del Real Instituto Elcano encabece las preocupaciones de los españoles y que tenga mucho que ver con el creciente desafecto ciudadano hacia la política y los políticos. Por esto es acertada la reivindicación de la política que se hacía el pasado domingo desde este periódico, porque corrupción y política no son sinónimos. Es una patología que nace en el desempeño de cargos públicos, pero de ella no están libres las relaciones entre particulares, quizás porque tienen las mismas raíces inmorales.

Si la corrupción hace peligrar los sistemas democráticos es a éstos a los que corresponde regenerarse, porque la lucha sincera y eficaz contra la corrupción o nace desde el propio sistema amenazado o no nacerá. Y una manera de no asumir esa responsabilidad de regeneración es equivocarse de enemigos. Por ejemplo, los enemigos de la democracia o de los partidos más que los antisistema o los planteamientos totalitarios, lo son aquellos que desde dentro se aprovechan de cargos o partidos; y en otro orden de cosas, los enemigos de la monarquía no hay que buscarlos entre los pérfidos republicanos sino, más bien, entre cortesanos y aquellos que desde dentro de la institución incurren en lo que, pudorosamente, se llaman «conductas inadecuadas».

Aparte de equivocarse de enemigo otro error –quizás aun más mortífero– sería diseñar reformas no para erradicar ese mal que es la corrupción, sino para camuflarlo o maquillarlo. En otras ocasiones me he referido a las reformas judiciales en ciernes. Desde hace más de cien años la discusión acerca de quién debe asumir la instrucción penal –si los jueces o los fiscales–, ha formado parte de un debate académico. Bastó que en los tiempos de Felipe González proliferasen casos de corrupción, que personajes relevantes de la política o de la economía desfilasen por los juzgados, para que un debate hasta ese momento de eruditos se llevase a la opinión pública. Fueron años en los que empezó plantearse la conveniencia más bien el interés de que la investigación cayese en la órbita jurídica del gobierno. Ahora ese interés puede acabar en el BOE.

La reforma que viene quita la investigación al juez para dársela al Ministerio Fiscal; se cercena la acción popular, se mete en el proceso penal el principio de oportunidad y se limita el tiempo de investigación. Y añádase la previsión de que se pueda prohibir u obstaculizar la información sobre casos de corrupción, otro error porque el peligro no está en quien informa sino en quien filtra; del mismo modo que recientes chapuzas judiciales no son razón sino más bien pretexto para esa reforma. La investigación penal de la corrupción se llevaría entre una policía y una Fiscalía, ambas insertadas en la estructura gubernamental; con la libertad de información cercenada –ni para darla ni para recibirla– el círculo se cerraría y acabaríamos viviendo en un mundo feliz, con un sistema democrático saneado en falso. La corrupción ya no existiría, no porque ese sistema se haya regenerado sino porque se procuraría una suerte de toque de queda, jurídico y mediático.

Insisto: ante esa amenaza para la democracia, para el sistema de partidos que advierte el Consejo de Europa en la corrupción, lo peor sería un cierre en falso. Y lo habría si los grandes partidos pactasen una reforma que les garantizase, con sutilidades de mayor o menor grado, el control sobre la Justicia y, en particular, sobre la investigación de la corrupción: sería un pan para hoy, pero habría mucha hambre mañana. Un error de bulto imperdonable que pagaríamos todos porque la corrupción seguiría, es más, el corrupto se envalentonaría, pero como las actuales posibilidades de información y de movilización de masas son insospechadas, todo se acabaría sabiendo. Los incendiarios antisistema encontrarían el más eficaz combustible en la certeza de un sistema amañado y desigual en el que las cartas están marcadas, en el que las instancias de control gozarían de una credibilidad parangonable a la de una comisión parlamentaria de investigación.