Alfredo Semprún

Hay muertos que nunca descansan

Ya era por la tarde y medio centenar de periodistas nos agolpábamos frente a una de las puertas laterales del Palacio de Justicia por donde, se suponía, debían salir de un momento a otro los fotógrafos detenidos en el túnel de Alma. Tenía los nombres, pero sólo uno de ellos me era vagamente conocido: Jacques Langevin, de la agencia Sigma, veterano de varias guerras y que había hecho un trabajo excelente en la plaza de Tiananmen, cuando la revuelta. Desde luego, no daba el estereotipo del «paparazi» y la cuestión se aclaró: estaba de guardia en la redacción cuando llegó la noticia de que la princesa Diana y su novio estaban alojados en el Ritz. Fotos de venta segura. En eso estábamos, a la espera, cuando una compañera francesa nos dijo que en su periódico se comentaba que la autopsia del chófer, Henri Paul, había dado positivo de alcohol. Bastante, decían. El chófer, que llevaba once años en la seguridad del hotel, vivía relativamente cerca de la plaza Vendôme en un típico piso de soltero. La tarde del 30 de agosto de 1996 había salido del trabajo a su hora habitual y su recorrido fue el de siempre. «Un caballero, que apenas bebía», nos comentaron los tres camareros de los otros tantos bares que encontramos camino de su domicilio. A lingotazo por bar, más la copa en casa, nada que un tipo de sus años, en los cuarenta, y de su peso, no pudiera soportar. Pero, la fortuna tiene estas cosas, le llamaron del trabajo. Dody al Fayed, el dueño del Ritz, estaba allí con Lady Di, la puerta llena de fotógrafos, y pretendían ir a otro sitio. Henri Paul, cumplidor, volvió al trabajo. La espera, que se alargaba, le dio oportunidad de beber un par de whiskys más –firmó la nota del bar– y de bromear con los reporteros: «Esta vez no nos vais a pillar». Iba a ser una carrera urbana entre motos Scooters y un Mercedes potente. La clave, pues, estaba en la «periférique», la autopista que bordea París, a esas horas de la madrugada completamente despejada. Así que aceleró y entró en el túnel de Alma a una velocidad endiablada, 180 kilómetros por hora. El asfalto del túnel, recuerdo, estaba mojado por filtraciones, y el firme necesitaba un buen repaso. Los periodistas se habían quedado algo retrasados, pero seguían a la presa. No vieron el golpe que mató a todos los ocupantes, menos al guardaespaldas de Diana, que era el único que llevaba puesto el cinturón de seguridad. Langedin les había hecho la última foto, nada más salir del hotel. Al que mejor se aprecia es al chófer. Tenía en los ojos, tras la gafas, esa expresión de «comienza el juego». Ahora, con los años, vuelve a resurgir la teoría de la conspiración. Hay muertos que nunca descansan en paz.