Alfonso Merlos

Herencias y secuelas

Cuatro años, cuatro. Y de aquella semilla presentada como increíblemente genuina, auténticamente ciudadana, insuperablemente democrática no han crecido ni huertos de ricos frutos ni flores de hermosos colores. Malas hierbas, unas cuantas, aunque a alguna de ellas ya le ha dado tiempo a secarse. Las prisas y los primeros navajazos en la nave antisistema (¡ay Monedero!).

No neguemos lo obvio. Aunque las formas fueron manifiestamente mejorables –sobró el insulto y el griterío–, aquellos jóvenes antisistema contribuyeron a que se dinamizara el debate público. No fueron el factor imprescindible. Ellos no han cambiado ni la política ni la economía en España como pronosticaron, porque si así hubiese sido estaríamos peor, mucho peor. Sin embargo, su ruido en cierto modo fue transformado en sonido por sectores sociales más civilizados y menos estridentes, y abrió el melón de las medidas regeneradoras que necesitábamos y seguimos necesitando. Y ésa ha sido la herencia menos mala del 15M.

Pero los indignados han dejado una secuela que aún se percibe después de aquel traumatismo espectáculo de tiendas de campaña y asambleas pseudo-universitarias, de aroma okupa y con espeso aire anarco-friki: el populismo. En efecto, una nueva hornada de dirigentes que salen a pedir el voto formulando soluciones mágicas para problemas complejísimos; una camada de futuros representantes cuyo peligro no es ser novatos (¡qué va!) sino apostar por ideologías y proyectos caducos que conducen a la ruina de los pueblos.

Son, por cierto, esos líderes que no han aparecido ahora por la Puerta del Sol. Vaya usted a saber si porque temían el reproche o el abucheo, o porque intuían que algunos de sus antiguos correligionarios ya les iba a a señalar como miembros de la casta. Están a otra cosa, eso sí. Y más nos vale que no la consigan.