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Ángela Vallvey

Hijos

Los hijos han cambiado radicalmente su posición dentro de la familia. A lo largo de la historia, eran poco más que adultos bajitos, a los que se trataba con dureza y a menudo también con desprecio. En la Edad Media, ni siquiera pasaban de ser simples «inferiores» sometidos a una implacable ley de supervivencia de los más fuertes. De ahí al trato mimado y consentido que reciben desde hace unas cuantas décadas hay un salto copernicano que ha supuesto una verdadera vuelta de tuerca en las familias, y por ende en toda la sociedad. Parece que psicólogos y educadores observan con preocupación cómo va aumentando el maltrato familiar: los hijos que agreden a sus padres cometen el delito que más crece entre la maltrecha clase media española. Antaño se decía «es más feo que pegarle a un padre». Hogaño, lo que resulta imperdonable es llamar «feo» a alguien o algo, persona o cosa, pues se considera políticamente inaceptable. Sin embargo, pegar a los padres va afianzándose como actividad con futuro...

Decía Cervantes que «a los padres toca encaminar a los hijos desde pequeños por los pasos de la virtud, de la buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres para que, cuando grandes, sean báculo de la vejez de sus padres y gloria de su posteridad», y Rabelais aseguraba que el niño no es un vaso que llenar, sino un fuego que encender. Lo que pasa con esos hijos bárbaros, acémilas, que pegan a sus padres, es que quizás se han convertido en el reflejo de unos mayores que no han sabido ponerles límites, aterrados por una falaz idea de «lo correcto», y han desertado de adiestrarlos delegando en la escuela –que además se ha demostrado fallida– el trabajo de educación (que no de instrucción) que debían hacer ellos mismos.