Marta Robles
Hijos adolescentes
Hay momentos en los que ser padre o madre es una tarea casi impracticable. Y no me refiero al proceso de fabricar niños sino al de compartir con ellos la vida cotidiana. Cualquiera que tenga un hijo adolescente sabe de qué hablo. De pronto, un día, sin previo aviso, esa bola de algodón, que sin ser peluda como Platero, parecía – perdonen la cursilería maternal– un trocito de nube del cielo, se convierte en el enemigo. Un tipo –o tipa– imposible, capaz de poner a prueba la paciencia del santo Job.
Todo sucede alrededor de los doce años. Es entonces cuando el niño o niña que antes se dejaba besar a troche y moche y extendía la mano en los paseos para enlazarla con la tuya empieza a mirarte torcido, a replicarte a cada palabra y a pretender que lo sabe todo, mientras tú, pobre imbécil, hace tiempo que tendrías que haberte dado cuenta de que tu discurso no sirve para nada.
Están raros, porque las extremidades no encuentran su sitio, pero tampoco sus espíritus rebeldes, ávidos de una causa adecuada a la que entregarse y con la que convertir tu vida un infierno. Cuando andas al borde de tirar la toalla y solicitar que te retiren el carné de progenitor, mientras te preguntas si es posible devolver al remitente a ese bicho que ha dejado de ser un niño para convertirse en una tortura, el chaval o chavala te mira a los ojos, saca del fondo de su alma un pedacito de ternura, te enseña de refilón ese que fue hasta hace poco y que sigue en el fondo de sí mismo... ¡y te vuelve atrapar hasta el siguiente round!.
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