Ángela Vallvey

Idiomas

La Razón
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Conocida es la reputación que tenemos los españoles de no saber idiomas. Nos pasa como a los japoneses, cuyo sentido del ridículo en la cosa lingüística alcanza cotas sólo equivalentes en el monte Fuji. El ciudadano japonés medio –el tradicional, y es verdad que ese modelo se está transformando– tiene una idea muy estricta de la perfección y el deber; piensa que, si se propone hacer algo, está obligado a consumarlo inmejorablemente, de modo que no se decide a hablar otro idioma que no sea el suyo porque es consciente de que no logrará articular igual de bien que un nativo de esa lengua. Además, su sentido del ridículo le impide arriesgarse a cometer una pifia en la pronunciación. Prefiere estar callado antes que hablar de forma incorrecta. Al español de tipo medio –y este patrón también está evolucionando– que antaño era reacio a aprender otros idiomas, no le ocurría igual que al japonés. Al español no lo detenía su ideal de excelencia. Qué va. Sino más bien el convencimiento de que el español es la lengua perfecta, con lo que tampoco hay tantas razones para perder el tiempo aprendiendo otra... Pero las cosas están variando de forma sorprendente, tanto en Japón como en España. Sí: ¡cómo hemos cambiado...! Más y más personas se lanzan al conocimiento de otros idiomas, y no sólo lo hacen los jóvenes. Prueba de ello es que cada vez se constatan más esfuerzos por chapurrear otras lenguas. Esto se ve claro en la manera en que, en España, se pronuncian los nombres griegos. Si por algo doy gracias al cielo porque Grecia haya dejado de estar todos los días en primera línea informativa es, no solo porque imagino que eso significa que los griegos van saliendo adelante –aunque con mucho dolor–, sino porque ya no estamos obligados a oír en la tele y la radio a variados comentaristas pronunciando con verdadero entusiasmo, y gran imaginación, las palabras «Syriza» y «Alexis Tsipras». Y es que ciertos charlistas de los medios se han esforzado tanto en aparentar mundología y gran conocimiento de lenguas foráneas, que con su soltura hubiesen anonadado a nuestros abuelos. Han perpetrado, verbigracia, las expresiones: «Siritstzatss, Tziripras, Syritszaksst, Chirissspxkas...» y otras, que los dejarían patidifusamente envidiosos. Como si en España hubiésemos pasado de no hablar ni papa «en extranjero» a manejar perfectamente el arrumano, meglenita o póntico. Además de inglés, francés, etc.