Antonio Cañizares
Iglesia y Europa
Lo sucedido en días pasados en Europa interpela a la Iglesia. Si quiere la Iglesia –y ciertamente debe– servir al surgimiento y fortalecimiento de una nueva Europa de tal modo sacudida, si quiere ayudarla a reconstruirse a sí misma y fortalecerse, revitalizando las raíces que le han dado origen, es preciso que la Iglesia, en Europa vuelva con renovado vigor a Jesucristo, reavive la experiencia de Cristo, profundice en su conversión a Jesucristo, y que llame a esa conversión a todos sus miembros e instituciones. Somos nosotros, los cristianos, en primer lugar, los que tenemos necesidad de conversión, porque la luz que hay en el cristianismo no es nuestra, sino que l~ recibimos de Cristo como don y gracia. Y sólo permaneciendo abiertos constantemente a esa gracia podemos ser, para el hombre y la sociedad concreta propuesta de esperanza, testimonio vivo y veraz de una humanidad nueva. Por el tenor de vida y el testimonio de la palabra de los cristianos, cuantos forman Europa podrán descubrir en Cristo futuro para el hombre y para la sociedad.
Sólo así, rehaciendo el tejido cristiano de las comunidades eclesiales, se podrá colaborar en rehacer el tejido de la sociedad. «El camino de la Iglesia es el hombre» (Juan Pablo II), y el testimonio más necesario de los cristianos en estos momentos es sin duda el testimonio en favor del hombre y de su esperanza. Ese testimonio debe partir de la certeza de que el hombre está hecho para la verdad y el bien; asimismo debe caracterizarse por el respeto a la vocación de la persona y por el trato justo a su dignidad en todos los ámbitos del obrar humano, y en toda circunstancia. Y ha de expresarse en iniciativas concretas de solidaridad. La misión de la Iglesia no es, por supuesto, alimentar conflictos, sino aportar a su solución la luz y la verdad de la Redención de Cristo. Su vocación y su aportación ha de ser, pues, la unidad, la comunión: por ello, la unidad de los cristianos, todo lo que está entrañado en el auténtico ecumenismo, en el camino hacia la unidad de las Iglesias es fuente de integración de Europa, avivamiento y fortalecimiento de sus raíces e identidad propia.
No podemos silenciar que los cambios producidos a partir de 1989 en Europa, su camino hacia una nueva Europa, han sido a través de una lucha pacífica, que emplea solamente las armas de la verdad y de la justicia; a través del compromiso no violento de hombres que, resistiéndose siempre al poder de la fuerza, han sabido encontrar, una y otra vez formas eficaces de dar testimonio de la verdad. Estos cambios «ofrecen un ejemplo de éxito de la voluntad de negociación y del espíritu evangélico contra un adversario decidido a no dejarse condicionar por principios morales: son una amonestación para cuantos, en nombre del realismo político, quieren eliminar del ruedo de la política el derecho y la moral». En nombre de la verdad y el bien, y con los métodos propios de la verdad y el bien, «apelando a la conciencia del adversario y tratando de despertar en éste el sentido de la común dignidad humana», es posible orientar la historia hacia una sociedad mejor, y mostrar en la práctica la falsedad de «la idea de que la lucha por la destrucción del adversario, la contradicción y la guerra sean factores de progreso y de avance en la historia» (Juan Pablo II). El primer fruto del encuentro con Jesucristo es el arraigo del amor de Dios en el corazón del hombre y, consecuentemente, el aprecio por cada hombre concreto en su dignidad única, por encima de cualquier otra identidad racial, nacional o religiosa, de su condición moral, de su historia o de cualquier circunstancia, que tan fuertemente ha marcado lo mejor de la historia y de la cultura europea.
La Iglesia, en consecuencia, teniendo en cuenta la «sed de verdad de toda persona y la necesidad de valores auténticos que animen a los pueblos del Continente», habrá «proponer con renovada energía la novedad que le anima» (Juan Pablo II), esto es, Jesucristo. Y esto siempre desde el respeto exquisito y pleno a las convicciones ajenas, sobre todo a las personas y a su libertad. Nunca desde la imposición, exclusión o avasallamiento. Por eso las palabras del Papa Juan Pablo 11 en Cuatro Vientos ante setecientos mil jóvenes en mayo de 2003 «Testimoniad con vuestras vidas que las ideas no se imponen, sino que se proponen» (Juan Pablo II). ¿Cómo podrán quienes son testigos del Evangelio y viven la experiencia del amor de Dios, manifestado en Jesucristo, ser promotores o colaboradores de intolerancias? ¿Cómo podrán no entender que la espiral de la violencia, el terrorismo y la guerra no hace sino provocar odio y muerte?
Con esta propuesta y este servicio del Evangelio, de una nueva evangelización, no se pretende, como algunos tal vez teman, la restauración del pasado. El interés que la Iglesia tiene por Europa deriva de su misma naturaleza y misión. En cuanto depositaria del Evangelio, ha contribuido a difundir y a consolidar los valores que han hecho universal la cultura europea, impregnada, como todo en Europa, amplia y hondamente por el Evangelio. La Iglesia, pues, se pone al servicio, como Iglesia, para contribuir a aquellos fines que procuren un auténtico bienestar material, cultural y espiritual a las naciones europeas. A la Europa próspera y desarrollada, pero moral y culturalmente desconcertada, la Iglesia aporta la savia del Evangelio, la riqueza de la humanidad que brota del encuentro con Jesucristo y de la comunión con la Iglesia. Los católicos ante Europa tienen el deber de aportar a la vida social de europea estos bienes en el marco de ¡as libertades democráticas, promoviendo aquellos valores sociales que derivan del Evangelio. Creo sinceramente que urge hoy en Europa hablar del valor social y humanizador de la fe, para que se despierte la conciencia pública respecto a los nuevos pobres, y a los pobres de siempre, a la pobreza extrema del tercer Mundo, y para que se perciba la necesidad de renovación moral, de conversión, de liberación de una vida materialista y hedonista que nos está llevando a un callejón sin salida demográfica. De otro modo, el fantasma de una sociedad dura, cruel, egoísta y violenta pudiera convertirse en dura realidad.
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