Carlos Rodríguez Braun

Impuestos y deuda

Los economistas clásicos eran enemigos de la deuda pública, y pensaban que los Estados no debían incurrir en ella salvo en caso de ser invadidos por una potencia extranjera. No se podía conceder al poder político una opción tan atractiva, que estriba en anticipar el beneficio político de gastar, pero retrasar el coste político de sangrar al contribuyente. Esa es una de las razones por las cuales la deuda pública no sólo existe sino que además se ha vuelto impagable: los Estados se limitan a renovar sus pasivos con objeto sólo de pagar los intereses. El perfil de la deuda suele reflejar de forma invertida el de la actividad económica. Así, en los años de la burbuja, Smiley pudo enorgullecerse de haber subido el gasto público mientras reducía el déficit y la deuda. No era mérito suyo, desde luego, sino solo una excusa para incrementar la coacción: un gobernante responsable habría reducido el gasto, lo que en tales condiciones habría disminuido la deuda hasta una mínima expresión, lo que habría permitido sortear la crisis sin hacer lo peor que se puede hacer ante ella: subir los impuestos, como hicieron los socialistas con grave daño a la economía española. La llegada de Barbie, en cambio, se tradujo en aún más impuestos y en una subida espectacular de la deuda pública, que roza hoy el 90 % del PIB. Así, el discurso sobre la «austeridad» es una pura ficción: los únicos austeros, a la fuerza, han sido los ciudadanos, mientras que el famoso «ajuste» no se ha realizado por el lado del gasto sino por el de los ingresos (ingresos hoy, que eso son los impuestos, y también ingresos hoy que comportan impuestos mañana, que eso es la deuda). Curiosamente, todos los políticos confluyen en la metáfora hídrica sobre la necesidad de que «fluya el crédito». Como si no fluyese torrencialmente. Hacia ellos, claro.