Ángela Vallvey

Indultos

Tenía José de Espronceda quince años. Fundó con unos amiguitos una sociedad al gusto de la época: «Los Numantinos». Su objetivo era de amplias miras: «luchar contra la tiranía»; o sea, que fenomenal. Los adolescentes, en aquel emocionante siglo XIX, se reunían en sótanos, en cerros y praderas y discutían sus grandes planes para salvar a la patria. Pero una mañana de domingo, los «fieros» conspiradores granujientos –a los que hubiese apoyado en todas sus empresas Guillermo Brown– se arrodillaron formando un juvenil corro y juraron vengar la muerte de don Rafael de Riego, que había sido ahorcado el 7 de noviembre de 1893 en la plaza de la Cebada de Madrid. Para hacer formal su propósito, firmaron un documento y todo, lo que les hizo sentirse mayores e importantes como viejos caballeros bigotudos. Toda la escena en sí era risible, pero los chavales vivían en un siglo vehemente en el que llovían tundas del mismo cielo escampado. De modo que un guardia, que debía de ser más riguroso que un cilicio y tener más alma de chivato que el silbato de un sereno, presenció por casualidad la farsa de aquellos pollos y le faltó tiempo para ir a denunciarlos. A Espronceda y sus coleguillas les cayeron cinco años de cárcel. Poca broma. Los condenó la Sala de los Alcaldes de Corte, que se tomaba muy en serio a sí misma. Espronceda cumplió dos meses de encierro en Guadalajara, y hubiese dado el estirón allí dentro de no ser porque su padre, un respetable coronel de infantería, consiguió que fuese indultado.

Sí: para eso sirve el indulto, en los tiempos de Espronceda y en éstos. Para evitar condenas absurdas, no para perdonarles el marrón a amiguetes y/o adversarios en el chanchullo, mamandurriados y demás prendas.

(Qué vergüenza). Vale.