Ángela Vallvey

Infobesidad

Esquilo contaba a través de sus divinos versos, en su tragedia «Agamenón», que dicho rey de Micenas hizo instalar una larga serie de vigías a lo largo de todo el camino hacia Troya para que, durante la noche y sirviéndose de señales luminosas hechas con fuego, se fueran comunicando unos a otros la noticia de la conquista de la ciudad. Así, a la mañana siguiente, en cuanto se despertó su mujer, Clitemnestra, pudo conocer prontamente la buena nueva. Con lo que es posible que pasara una mañana agradable y que la noticia compensara las ojeras que tendría, pues no debía de dormir muy bien a tenor de la estresante vida de infidelidades, asesinatos y conspiraciones que llevaba, la pobre. «De fanal en fanal, la llama mensajera ha volado hasta aquí», decía elegantemente Esquilo, maravillado de lo mucho que avanzaban las comunicaciones de la época. Si hubiese conocido internet, le habría dado un síncope: pensaría que es cosa de magia, cuando menos. Esta maravilla del mundo, la telecomunicación, nos está ocasionando, sin embargo, muchos problemas. Los últimos conocidos: la infobesidad y la infoxicación. O sea, que tanto comunicarnos nos vuelve gordos y nos intoxica. La «información» engruesa y envenena. Aunque teniendo en cuenta que el 99% de nuestros vínculos digitales son basura, no es raro que acabemos por sentirnos mal. Mientras cierran las librerías una tras otra, aumenta el tiempo que dedicamos a la tontería, la asnería, la red social, la antisocial y la sociópata, el iPad, Kindle, la chorra smartphone, «guasap», el blog de la estólida vecina (pero que está muy buena) escrito con tantas faltas de ortografía que parece redactado en un idioma extranjero, el correo electrónico lleno de spam, la última pollada (cría, nidada, descendencia, granadas disparadas desde un mortero...) de YouTube que dura 30 minutos... (Ay, Esquilo, si tú supieras).