Cataluña

Irse de rositas

La Razón
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Los caminos del autócrata entran y salen de su ombligo sin otra aduana que la dispuesta por su real capricho. Así el señor Trump, rubio Puigdemont en Washington, convencido de que sólo hay que cumplir las leyes justas, o sea, ajustadas al perímetro de sus caprichos. Si Comey, exdirector del FBI, investiga a Hillary Clinton, y había mucho que investigar, comenzando por las sinergias de su fundación con según qué gaseoductos canadienses, lo jaleamos. Si una semana más tarde cierra la indagación, o si posteriormente declara bajo juramento que fue presionado para chapar el caso ruso, pues nada, invocamos la maza del Estado para estrujarlo. ¿Posibles incompatibilidades? ¿Leyes dispuestas para evitar la colisión de los negocios personales con los intereses del país? ¿Consejeros y colaboradores de parranda telefónica con el embajador ruso? Bah, me cierran esa comisión y a sonreír todos. La última estrategia en Trumplandia consiste no tanto en ignorar las leyes incómodas como en estirar el significado/significante de las que pudieran beneficiar al Rey Sol versión «fast food». De ahí que Trump escribiera en Twitter que «todos estamos de acuerdo en que el poder del presidente para indultar es completo». ¿Quiso decir ilimitado? ¿Tanto como para condonar trapisondas de allegados, socios e, incluso, las suyas propias? Si nos atenemos a las declaraciones del nuevo director de Comunicación de la Casa Blanca, Anthony Scamarucci, cualquier cosa es posible: estuvo con Trump, el presidente sacó el tema, pero por supuestísimo que él no lo necesita. El penúltimo arrebato presidencial pudiera ser su enésimo fuego fatuo. Otro birlibirloque con el que mantenernos ocupados durante el verano mientras trata de hacerle el boca a boca a una popularidad en caída libre. O también un globo sonda para catar la robustez de la ley con la puntita del dedo gordo, en previsión de futuros y más gloriosos chapoteos. Según el «Washington Post», que ha tenido acceso a un soplo, Trump habría consultado el particular con sus abogados, que son y no son los de la Casa Blanca porque ya no hay forma de deslindar sus vicios públicos y privados. Su flequillo rubio y la melena de la hija. O sus intereses políticos y los de su fortuna. Al final, y al igual que en Cataluña, de las fantasmadas a las amenazas y del circo a los payasos, todo huele a artificio. A galerna de tinta de calamar, aquelarre de insultos y telón populista mientras los felones cocinan la absolución de cuantos 3% hubo y habrá desde el principio de los tiempos. El ruido aparejado, la horterada diaria a la que salimos, ese golpismo con rayado formato populista y triunfante proyección mediática, sirve para distraer al gentío de las intenciones de unos gobernantes que conocen mejor que nadie sus puntos débiles, sus chancros y rincones oscuros, y están dispuestos a todo, y principalmente a arrasar el ordenamiento jurídico y la propia supervivencia del Estado, con tal de salir indemnes. Ya que no oler a rosas, cosa difícil cuando acumulas tanto pufo entre los pliegues de la conciencia y las cuentas bancarias situadas de Andorra a Atlantic City, que la bufonada sirva para irse de rositas.