Restringido
Jugar con fuego
A media mañana del lunes las últimas baterías antiaéreas riegan de obuses el cielo del candidato Trump. Para volar la santabárbara enemiga investigan sus lacras y amplifican contradicciones. Exigen que presente sus declaraciones de impuestos, ante la posibilidad de que el constructor megalómano hiciera negocios con la mafia neoyorquina. Explican que el paladín del trabajador americano prefiere contratar a inmigrantes rumanos para sus negocios. Le recuerdan que en su chapoteo infame ha peleado con el Papa, que el andamiaje de su discurso es pura hojalata y todavía creen que sólo habla en nombre de sí mismo. Los grandes donantes, los estrategas y las vacas sagradas republicanas, de los hermanos Koch a Mitt Romney, recuerdan al Jack Bauer de 24, frenéticos por los pasillos mientras activan y desactivan bombas. Para emular al personaje que interpretaba Kiefer Sutherland les falta gracia y, ay, guionistas. Suspiran por un candidato de consenso. Alguien presentable, moderado, elegante. Pero las cartas de que disponen eclipsan sus magras esperanzas. John Kasich, gobernador de Ohio, no vomita bilis; Ben Carson es un chiflado; Ted Cruz, un telepredicador convencido de que sus homólogos republicanos son unos bolches y Marco Rubio fue el niño bonito del «Tea Party». Con semejante equipo se antoja cruda la conquista del centro. El problema no es sólo que Trump sea el candidato a la presidencia. Al coincidir las presidenciales del 8 de noviembre con la renovación de parte del legislativo, Trump podría arruinar la mayoría republicana en las cámaras. También peligra el cetro de unos cuantos gobernadores.
El pasado verano nadie le consideraba una amenaza. El partido toleró las gracias de un guerrillero simpático, que entretendría a la audiencia con sus atronadoras monerías mientras los ungidos tomaban posiciones. Lo explicaba Shakespeare en «Julio César»: «En las cosas humanas hay una marea que si se toma a tiempo conduce a la fortuna; para quien la deja pasar, el viaje de la vida se pierde en bajíos y desdichas». Hoy, con la mayoría de sus rivales liquidados, Trump incluso celebra los goles en contra. El problema, enquistado, tiene que ver con la frivolidad con la que el partido fomentó durante años una retórica incendiaria. Como todo valía con tal de socavar a Obama, aplaudieron que los más locos, los del «Tea Party», se apropiaran del discurso. Qué digo apropiarse. Diseñaron otro, empapado en gasolina, para abrasar la cabecita del votante con mensajes milenaristas, entre el guateque espectral y las predicciones del fin del mundo. A eso el Andrés Calamaro sublime de «Honestidad brutal» lo llamó «Jugar con fuego»: «Si me quedé sin aliento/ y no pude dar contigo/ va a venir la noche negra/ para quedarse conmigo». Si no es posible ganar por las buenas, con pragmatismo y ética y un relato liberal enraizado en las tradiciones republicanas, que salgan al ruedo los espontáneos y quemen la plaza. Semejante deriva, que en España conocemos bien gracias al zapaterismo kamikaze, las manitas que el PSC hizo con el nacionalismo golpista y la posterior entronización catódica de izquierda anticapitalista y otros submundos intelectuales dificulta que los republicanos armen un discurso solvente. De tanto repetir que viene el lobo y jugar a doctor Frankenstein una noche llaman a tu puerta y te encuentras al monstruo.
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