Paloma Pedrero
La adicción al consumo
Ahí estamos. Sin querer ver que hemos perdido el contacto con nuestra propia naturaleza, con la capacidad de proteger el entorno. Que cosas como el cambio climático o el agotamiento de los recursos (el petróleo, el gas...) es parte de nuestro día a día voraz. Que el capitalismo se nos ha ido de las manos de tal manera que, si no hacemos algo ya, habrá pronto un colapso. Y no, no queremos verlo, porque estamos enfermos. Somos adictos a vivir consumiendo continuamente.
Ya no comemos para saciar nuestra hambre, ni bebemos para saciar nuestra sed, ni compramos ropa para vestirnos o abrigarnos. No, consumir se ha convertido en una necesidad psicológica, potenciada por la brutal publicidad de un sistema que nos trasmite que el que no tiene lo que se vende es un pobre tonto infeliz. Y feo.
Desde que nacen tratamos a los niños como tótems del dispendio. Las mejores marcas de potitos, las más caras; las cremas naturales para su piel, las más famosas; la ropa más chic para sus cuerpecitos, las más fardonas. A los ocho años el móvil, a los dieciséis, si te niegas a sus caprichos, te dan un berrido descomunal. Porque ya están enfermos, ya son, como nosotros, adictos al mercadeo. Y sienten, pobrecitos, que si no les compras esas zapatillas de moda van a ser profundamente desgraciados.
Pero como toda adicción, el consuelo del consumo es breve. Un vez que te metes en vena el producto, el placer dura instantes. Después viene el bajón. La triste realidad. Hemos cambiado el amor, la creatividad, la empatía... por valores dañinos, como son el mercadeo o el desarrollo tecnológico a cualquier precio. Estamos autodestruyéndonos sin querer verlo. Y esto se nos rompe, queridos míos.
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