María José Navarro
La aspirante
Madrid, tan bonita en los vídeos de la candidatura olímpica, no está tan limpia en realidad. La vuelta a la ciudad tras las vacaciones suele dibujar en los madrileños una mueca mitad repelús mitad asquito, lo que en la Mancha llamamos «cosica» con gran precisión neologista y todo el mundo entiende la mar de bien. En los barrios de Madrid (el centro se libra un poco) la calle, seamos sinceros, no está como para comer sopas en los alcorques sin correr riesgo cierto de shock anafiláctico. Dos son los motivos principales para esta situación calamitosa. La primera, como en todo, debe ser la falta de parné. Antes era común ver en Madrid cuadrillas numerosas de gente limpia que te limpia, dejando las aceras como la encimera de Chicote con sus uniformes verde lima-limón y sus escobones tamaño croupier gigante. De tan limpios que eran los de las cuadrillas de limpieza callejera, ya irritaban: ¡ah, qué agradable era oír a ese operario municipal con una mochila motorizada sopla-hojas atronando el barrio entero el sábado a las nueve la mañana! ¡Oh, qué alboroto formábamos cuando, entre anuncios llamando a ahorrar agua, veíamos camiones-manguera regando las calles madrileñas justo después de haber caído una tormenta de proporciones bíblicas! Ahora, con las vacas flacas, ya no hay quien limpie, la calle está hecha un asco y eso nos lleva al segundo motivo: el tradicional desprecio del madrileño por sus paisanos. El madrileño, enemigo número uno de Madrid, tira papeles al suelo tan pichi, total, ya vendrá alguien a recogerlo. Quien dice tirar papeles dice miccionar por las esquinas o dejar que la mascota condecore la calzada. El consuelo es que, hasta 2020, da tiempo a pasar una mopa, ¿no?
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