Paloma Pedrero
La cadena
Estamos exprimidos como uvas pisadas. Con incertidumbre, con hipoteca, con miedo, con subidas de luz, con fatiga, con comisiones, con calima, con impotencia. Siento que las gentes, a poco que les prestas tu atención, se desmoronan en tristezas. Vivo en un barrio bueno de la capital, pero algunos callejones están llenos de personas que no tienen para irse de vacaciones y parecen esperar el invierno con ansiedad. Con el frío no tendrán que ver en la televisión la arena y el mar de otros, de los que aún pueden decir que se van de veraneo, y se van. No tendrán que sufrir un agosto de solanera y penuria. Quizá el otoño venga con esperanza, parecen pensar. Y en este desasosiego del qué ocurrirá conmigo, y con el hijo parado, y con el marido medio deprimido o la mujer sin ganas de cama, a veces hilamos una cadena de desatinos. No acabamos de aprender que cuando uno anda con la cabeza perturbada, no ha de actuar. Es difícil contenerse, lo sé, pero actuar con miedo, con agresividad, con desespero, es desastroso para ti mismo y los que tienes al lado. Porque la pena es contagiosa y la locura también; pisamos la hierba sin darnos cuenta. En tiempo de crisis no hacer mudanza, dicen. Pero las gentes que no pueden pagarse una compra en el mercado, le dicen al que tienen cerca lo que no deben. Y, a veces, echan la culpa al que no la tiene. Este país nuestro está desbaratado y nosotros, hijos de nuestro tiempo, hacemos equilibrios en la cuerda floja. Yo, que hablo mucho con los desconocidos, que me gusta hacerlo, aún me quedo admirada de la fortaleza humana.
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