Ángela Vallvey
La camiseta revolucionaria
Pedro Felipe Monlau era humanista; e higienista, cosa de la que pocos pueden presumir hoy día. Gracias seguramente a esas capacidades extraordinarias, y a que vivió en el siglo XIX, entendió bien lo que significa el socialismo. Decía que todos los sistemas socialistas adoptan por divisa la palabra «solidaridad». Ahí es nada: «solidaridad», el abracadabra de las utopías. Hugo Chávez, como Monlau, también ha tenido siempre claro que la clave para conquistar el mundo está en la palabra «solidaridad». Por eso ha vendido solidaridad con el mismo entusiasmo y éxito con que vendió las delicias del chopped y de la lavadora china. Ahí están sus programas de asistencia social.
En un país como Venezuela, rico por los cuatro costados, el socialismo bolivariano chavista se las ha arreglado para que haya carestía. Y una vez instaladas la muy solidaria escasez y la muy solidaria inseguridad, vender solidaridad para combatir la penuria y la inestabilidad no ha sido una empresa demasiado ardua para Hugo Chávez, un tele-vendedor de primera. Cuando él llegó al poder, la corrupción y la incompetencia campaban a sus anchas por Venezuela. Cuando se vaya, en Venezuela seguirán prevaleciendo la incompetencia y la corrupción, pero de forma mucho más solidaria. O sea, lo que viene a ser una revolución de las de toda la vida.
Chávez será durante algún tiempo un icono revolucionario, sin duda menos apuesto que el Ché Guevara –quizás porque no ha tenido un buen fotógrafo de cabecera–, pero todavía más infatigable que él pues, igual que el Cid Campeador, ganó su última batalla (sus últimas elecciones) cuando sus adversarios hacía tiempo que lo daban por muerto. Tal vez el rostro hinchado y enfermo de las pasadas apariciones de Hugo Chávez no tenga el atractivo encanto del Ché ni resulte material susceptible con el que vender eslóganes para jóvenes europeos rebeldes, de esos que creen que la revolución se hace luciendo una camiseta. Pero, desde luego, Hugo Chávez se la merece. (La camiseta, digo).
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