María José Navarro

La casa

La Razón
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He estado viendo las imágenes de la incursión televisiva en casa de Pablo Iglesias y lo que me parece mal no es el azulejo de la cocina, sino la incursión que permite. Nada tengo en contra de que Iglesias haya decidido no reformar la casa de su tía abuela, con la que por lo visto se hizo un hombrecito. Nada contrario a las tres cabezas de ajo que asoman al fondo de la entrevista. Nada sobre el salmorejo de tetra brik (pago el descorche de alguno de ellos, buenísimo), nada sobre el jamón serrano en absoluto ibérico. Nada. Nada sobre los pósters pasados de fecha con las puntas como los sándwiches de fuagrás de los cumpleaños de nuestra infancia. Nada sobre la falta de Baldosinín, nada. Nada. Por todo ello ya ha pasado o pasa mucha gente que no lo ha enseñado a la tele. Porque en el fondo, lo malo del líder de Pablo Iglesias no es lo que tiene: es esa impostura de normalidad que suena tanto a teatrillo. Lo malo no es ni su chándal sin marca, ni su casa sin reformar. Lo es, sin embargo, esa gana permanente de presumir de carrera universitaria de las de pensar mientras deja entrar a una cámara en su casa para que el mundo contemple tu melena suelta. Me suena más a Belén Esteban, pero será cosa mía. Es verdad que es mucho peor que tu mejor momento del día sea ver cómo visten a tus hijos (Ana Mato dixit), es verdad. Ambas actitudes indican que, a pesar de lo que creíamos, el platillo volante no aterriza. En el caso de Pablo Iglesias, que ahora y para colmo, habla ahora de sexo con látigo y pone cara de Benny Hill. Ains.