José Antonio Álvarez Gundín
La casa del monstruo
Allí plantada, frente a la casa de Cleveland que durante diez años fue su mazmorra, Michelle Knight no pestañeó mientras una excavadora la derribaba a manotazos. No era más que una sombra de maderas carcomidas y materiales innobles, cuatro paredes tan frágiles que parecían incapaces de encerrar las furias del infierno. La casa del monstruo se parecía a todas las demás, tan banal y gris como para hacerla invisible. Sin embargo, allí habitaron la maldad y el horror, y en su sótano tres niñas padecieron un cautiverio atroz mientras la ciudad dormía y el vecindario paseaba al perro como si fuera su conciencia. Asombra el coraje de Michelle para asistir en primera fila a la demolición del escenario de sus pesadillas, con la determinación de quien ha vencido el mal y exige una rendición incondicional. Ni Gina ni Amanda, las otras dos compañeras de cautiverio, tuvieron fuerzas para tanto. Es comprensible. Las personas tienen derecho al olvido y a enterrar el dolor bajo los escombros. Pero la sociedad está obligada a recordar y tiene el deber moral de no olvidar jamás. La memoria es lo que hace progresar a los pueblos porque les permite sacar conclusiones. Como, por ejemplo, en la aplicación rápida de la Justicia. El tribunal americano ha resuelto en menos de tres meses un caso que en España habría llevado años. Ahí están las historias de Bretón, Marta del Castillo, Mari Luz Cortés o Sandra Palo. Sus desenlaces nos recuerdan que la Justicia en España carece de memoria suficiente y en su lentitud exasperante es incapaz de reducir a cenizas la casa del monstruo; así, las víctimas jamás podrán asistir en primera fila, como Michelle, a la escenificación de su victoria sobre el mal. Cuando la Justicia pierde su vocación de ejemplaridad se fosiliza y deja de ser útil a la sociedad.
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