Andalucía

La cazuela de la gaviota

La Razón
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El hambre no entiende de escrúpulo. Hasta no hace mucho podía leerse en una vieja venta de carretera junto al Puerto de Santa María una receta para cocinar gaviotas que, enmarcada y situada estratégicamente en el vestíbulo del restorán, provocaba aguachirle mandibular de los hambrientos comensales que abrevaban de camino a la playa. El ave se despluma –comenzaba la receta– para llevarse a remojo después de ser limpiada. Añádase al perol un cuarto de kilo de chinos de la playa y cocer hasta que las piedras estén tiernas. Seguidamente debía enterrarse en la profundidad la gaviota para proceder a comerse los chinos. En tiempos de escasez, el omnívoro humano se ha visto obligado a innovar con bichos de toda laya. De ahí que en esta tierra meridional, tan dada a la carestía y a la subvención, cuenten con prestigio alimentos que a menudo provocan el asco de los vecinos más melindrosos. Las ancas de rana son un ejemplo, por no mencionar los pajaritos fritos, las sopas de galápagos, los gatos por liebre y, cómo no, los caracoles. El caracol es la tapa estrella de la primavera andaluza. Pobres en grasas y en calorías, los lamosos gasterópodos contienen un nutritivo aporte de proteínas y sales minerales que más quisieran las espumas y las raspaduras con las que quedan saciados los consumidores de los comederos más de moda. La cría del caracol está convirtiéndose en un sector cada vez más rentable: en Andalucía hay ya más de 200 huertos, aunque, debido a la alta demanda, tengan aún que importarse de Argelia, Bulgaria o China. A la gaviota, en cambio, nadie la reclama salvo para una postal veraniega o para el tradicional icono político. Con la de hambres que han existido, la ausencia de la gaviota de los fogones debería obligar a una gran cumbre de chefs.