José Jiménez Lozano

La celebración del mundo

Es suficiente una neblina matinal un poco demasiado fresca para llevarse por delante nuestra vida, como decía Montaigne; pero una estrella necesita millones de años luz para deshacerse en polvo estelar o convertirse en un mineral oscuro y de desecho, aunque veamos incluso el resplandor y la gloria de las estrellas que ya han desaparecido.

Pero en nuestro efímero mundo humano, también hay algo que tiene una especie de semejante resplandor que atraviesa el tiempo y puede ir hasta más allá de la muerte, y es precisamente la calumnia, porque puede permanecer intacta, incluso después de mostrada su mendacidad. Es como agua derramada que no puede volverse al cántaro.

Tal es, efectivamente, el poder de la palabra malvada, aunque Platón pensaba que el lenguaje implicaba un carácter esencialmente «doxológico»; es decir, como celebración del vivir de la hermosura del mundo, y antídoto para que éste no sea disuelto en palabreo. Y también para compensar esa diaria experiencia del lenguaje de ahora mismo que parece no poder alcanzar otro tono que el de la amarga queja o el furioso ataque; y contra el mundo entero, si se tercia, porque la hechura de este mundo sería la obra de un dios malo, o de una naturaleza que no ha sido guiada por nosotros y que sólo podemos mirar necesariamente con desprecio, odio, y anuncio de un mundo nuevo, hecho por estos odiadores.

Pero es que, cuando no empleamos el lenguaje como elogio y celebración del mundo ¿acaso no comprobamos su amargor en la boca e incluso la sangre en las manos? Nunca es fácil quitarse de delante de los ojos la espantosa similitud a dos sierpes retorciéndose para asesinarse mutuamente de dos seres humanos enzarzados con odio o soberbia en una discusión de cualquier tipo, pero especialmente política. Ni tampoco es de olvidar la advertencia bíblica de la violencia, incluso como mero insulto verbal, que es siembra de violencia, y ésta se multiplica por siete mientras no se detenga. De manera que es necesario que el lenguaje no llegue a la violencia en la que ya no hay vuelta, y que sobreabunde la celebración del mundo y de la alegría de vivir, pese a sus esquinas y sus noches.

Respecto al lenguaje escrito y la literatura Hans Jürgen Baden escribe que «el arte en general, y la literatura en particular, son un oficio tan duro que no permite esferas privadas. Exige el holocausto del escritor la fusión incondicional de obra y existencia». Pero pienso, sin embargo, que esta transcendentalización de la tarea del escritor, como del artista en general, que es una idea demiúrgica y moderna, procede de una autoconsideración muy altanera. Y sigue diciendo el mismo Hans Jürgen Baden que, si la vida de un escritor o de un artista depende toda ella de su obra y su yo personal mismo, al artista y al escritor les amenaza la locura y son empujados hacia el suicidio; algo que me parece a mí un tanto teatral y enfático y que ese asentamiento de la obra en el yo es una muestra de ese transcendentalismo o conciencia y voluntad de ser hombres superiores por encima de las odiadas masas, cuya adoración buscan, sin embargo, como ha mostrado John Carey en su libro «Los intelectuales y las masas».

Y pienso que esa autoconciencia de superioridad tiene que ser costosa de construir, porque parece que la sensación primera de todo hombre es sentirse de la fragilidad del barro o «humus», y de aquí que la palabra humildad sólo signifique tener los pies sobre la tierra.

Pero parece que esta percepción se ha distorsionado las últimas tres cuartas partes de siglo en los que el yo de una escritura u obra artística se debe comprometer con ideas y políticas, algo que, al fin y al cabo, es ser llevado a filas fuera de su yo y sus «seis pies de tierra», donde ni canciller ni nadie debe usurpar la palabra de celebración del mundo que a todos debemos.