Alfonso Ussía

La cesta

En una gran empresa inmobiliaria, a mediados del mes de noviembre, se reunía su Consejo de Administración con un único punto del Orden del Día: «Clasificación de Cestas de Navidad». Se discutía con ardor. Cinco eran los modelos de cestas a enviar a sus benefactores. Las mejores cestas se adjudicaban a los concejales y gestores de Urbanismo. Cestas de seis pisos, con latas de caviar iraní, botellas de champán francés, latas de «Foie», una pareja de jamones, lomos, whisky, ginebras, y toda suerte de viandas y elixires caros y apetecibles. En la clasificación B, correspondiente a los ministros, se excluían las latas de caviar y un jamón. En la C, subsecretarios y directores de los bancos, se reducían las botellas y también deseparecían las latas de «foie» que eran sustituidas por «paté» de cerdo. En la D, la cesta se resumía en una o dos botellas, latas de atún y de aceitunas rellenas de anchoas o pimientos, frutos navideños, turrón y una gran marea, casi un tsunami, de espumillón. Y en la categoría E, para los empleados de la inmobiliaria, la cesta era una birria, pero se envolvía en un atractivo papel de celofán y se coronaba con un lazo de seda que quedaba muy bien. No exagero cuando afirmo que las peleas entre los consejeros y directivos eran ásperas, porque entre ellos también existían diferencias. Un viejo consejero, fundador de la inmobiliaria, que había vendido una buena parte de sus acciones, dimitió irrevocablemente de su cargo porque le adjudicaron un solo jamón.

No obstante, la más modesta de las cestas era más generosa que la regalada por la Reina Isabel II y su esposo el duque de Edimburgo a Su Santidad el Papa Francisco, al que han rendido visita oficial en la Santa Sede. Para colmo, sólo han llevado una cesta, y han dejado sin productos provenientes de las huertas y viñedos de la Real Familia al Papa Benedicto, que ha pasado a ser considerado por el protocolo británico de «receptor A» a «ni un tarro de miel». Feo detalle de la Iglesia protestante cuya jefa es la Reina Isabel. Menos mal que el Papa Benedicto XVI es un santo y no un impertinente como el consejero arruinado que exigió dos jamones momentos antes de presentar su dimisión, que no fue tal porque se mantuvo en el consejo a pesar de la merma jamonera.

A un Papa no se le regala una cesta de esa cutrez. No es necesario regalarle nada, y el Papa no pide obsequios. Por lo normal, Su Santidad regala a sus visitantes ilustres un modesto recuerdo, y los visitantes ilustres un libro que el Papa hojea con falso interés y posteriormente es depositado en la biblioteca de los sótanos vaticanos, donde se guardan los libros que no sirven para nada. Pero mejor un libro de fotografías de la campiña inglesa y sus palacios y castillos que una cesta con una botella de whisky, otra de ginebra, dos frascos de miel y un surtido de jabones. Conjunto de productos altamente impertinentes que en siglos pasados podrían haber provocado una guerra. El Papa no bebe, el Papa puede o no gustar de la miel, y el Papa cumple con su higiene personal todos los días sin precisar que la Reina Isabel II le provea de jabones de aromaterapia. Como si Su Santidad, en correspondencia, le regala al duque de Edimburgo un tubo de pasta de dientes y a la Reina Isabel una botella de vino argentino en su caja de madera con espumillón.

Para colmo, no se trataba de productos adquiridos en comercios de los diferentes ramos, sino procedentes de sus posesiones, o lo que es igual, productos baratísimos. A veces, el Papa está obligado a soportar toda suerte de chapuzas y descortesías.