Fernando Vilches
La condición humana
Cuando escribo estas líneas, antes de abandonar Madrid, estoy sobrecogido por varios acontecimientos. La muerte de una mujer joven en trágicas circunstancias que deja un hijo pequeño y un marido consternado. La muerte de las estudiantes erasmus en el accidente de autobús y el múltiple atentado de Bruselas con un número elevado de muertos y heridos: en todos los casos, vidas inocentes arrancadas de esta tierra irracionalmente, sin poder escribir ya la intrahistoria de sus vidas y otro número aun mayor de seres queridos cuyas vidas han muerto también un poco con la desaparición de estos. Hace poco escribía también aquí de la muerte de mi «hermano» Juan Manuel cuya vida estaba llena de amor y de futuro y que un infarto fulminante la truncó. Estos son, a mi juicio, los verdaderos momentos importantes de nuestra existencia. Y, en lugar de aprender de estas terribles experiencias, que nos dicen que en un segundo pueden cambiar nuestras vidas de forma radical y sin posibilidad de una segunda oportunidad, nos devanamos los sesos en complicarnos la vida de forma inútil e innecesaria. Y dejamos de decir «te quiero» a nuestra gente. Al menos, quienes como yo creemos en Dios (y en el bicarbonato, en mi caso), pensamos que ninguna vida ha sido en vano. Que todos hemos venido al mundo con un proyecto del Padre Eterno bajo el brazo, de mayor o menor duración, pero no exento de motivo. Los cristianos, pese a los ignorantes y llenos de rencor de muchos de Podemos, habremos celebrado estos días nuestra Semana grande, esa en la que un humilde carpintero, Hijo de Dios, decidió tirar por el camino más complicado y más hermoso: dar la vida por los seres queridos. ¡Feliz culpa, la que mereció tal Redentor! Y algunos, mientras, vendiendo la primogenitura y más cien años de historia por un plato de presidencia. Lástima de objetivo tan pueril. ¡Felices Pascuas! a los lectores de LA RAZÓN.
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