César Vidal

La conexión española

La presencia de agentes rusos en España ha sido una constante desde hace décadas. Los primeros llegaron enviados por la Komintern al proclamarse la Segunda República. El nuevo régimen iba a esperar hasta la Guerra Civil para establecer relaciones diplomáticas con Moscú, pero sus espías ya informaban puntualmente del largo camino hacia la revolución en 1931. El estallido del conflicto fratricida catapultó a territorio español a una verdadera avalancha de agentes que dieron todos los pasos para convertir España en satélite de la URSS. Así, Koltsov, bajo tapadera de periodista, una de las preferidas por los soviéticos, instruyó a los comunistas españoles para realizar las matanzas de Paracuellos; y Orlov se ocupó de aniquilar a los comunistas no sometidos a Moscú supervisando la tortura y asesinato del poumista Nin. Fueron sólo dos entre muchos. De hecho, años después, un general de la KGB llegaría a afirmar en sus memorias que España había sido el «kindergarten» donde los agentes habían ensayado cómo convertir una república en dictadura comunista, lo que harían en media Europa después de 1945. La derrota del Frente Popular expulsó a los soviéticos de España, pero por poco tiempo. A mediados de los cincuenta, la CIA, en colaboración con la inteligencia española, se vio obligada a organizar un operativo en España para dilucidar si los «niños de la guerra» repatriados eran agentes del KGB. Fue así como descubrieron que, bajo identidad española, se ocultaban avezados espías. No fue un episodio excepcional. La URSS había concebido un plan para ubicar a sus hombres en Cataluña y Vascongadas como zonas más sensibles a una posible infiltración comunista. La amenaza resultaba tan real que, para conjurarla, Carrero Blanco convirtió en uno de sus hombres de confianza a un judío soviético que se había afincado en España. A decir verdad, no está establecido que aquel exiliado ayudara mucho a los servicios de inteligencia españoles, pero sí demostró ser un excepcional empresario. Pero el temor obedecía a razones verdaderas. En los años setenta, la KGB asesinó en España al disidente ruso Amalrík, uno de los pocos que se atrevió a poner fecha al final de la URSS, fingiendo un accidente de automóvil, pero, sobre todo, ayudó de manera directa a ETA a la vez que seguía financiando al PCE. Algún antiguo miembro de la KGB recuerda cómo uno de los dirigentes comunistas, ya durante la democracia, perdió las maletas en su vuelo a Moscú y, ataviado con chanclas y pantalón corto, fue recibido por Brezhnev. El mismo oficial contaría también al autor de estas líneas cómo los etarras eran «los más bestias» de todos los terroristas que pasaban por Moscú en busca de fondos. Con ese trasfondo, no sorprende que el CESID designara al coronel Perote para crear un grupo de agentes que hablara ruso y pudiera oponerse a la actividad de la URSS. Luego vino la caída del Muro y la URSS volvió a ser Rusia. Sin embargo, no cesaron las actividades de espionaje. Y es que los regímenes cambian, pero los espías permanecen.