Ángela Vallvey

La cosa moral

Hay una categoría alucinante de personas: los idiotas morales. Pese a ser un grupo numeroso, que se expande con alegre facilidad en una sociedad que ejerce de benéfico caldo de cultivo del atontamiento multitudinario, apenas se habla de estos infiltrados en la especie humana cuya existencia perniciosa amenaza con condenarla a la extinción. Se define como espécimen autosatisfecho que, después de mucha frustración, contención y refrenamiento de sus ansias, por fin siente que ha llegado su momento. El idiota moral apenas duda. Luce más seguro que un pelícano ceñudo. Su perspicacia intelectual es tan discreta que suele ser calificada con un guarismo que no alcanza la categoría de número. El idiota moral es un ser sectario, ajeno al tornasol, a los detalles, a los claroscuros de la vida..., aunque puede obviar sus prejuicios fanáticos si se trata de hacer chanchullos junto a la oposición para dar un pelotazo urbanístico en su Ayuntamiento. No corre el peligro de caer en la debilidad de profundizar en las cosas, la superficie de todo le sobra y le basta a su ignorancia tanto como la hondura le parece insuficiente al sabio. Al idiota moral lo que de verdad «le llena» es una buena cena de negocios, siempre que él no pague la cuenta porque la costee el erario público. La prepotencia es su enfermedad más común. No cree en el vacío espiritual pues no da crédito a la existencia del alma. Es materialista: lo invisible escapa a su lógica realista. Es más literal que la certificación de Obra Nueva de un notario. El idiota moral a veces tiene buena memoria, es capaz de aprenderse de pé a pá códigos y centones que no caben ni en la Wikipedia.

«Desvanecidos, presuntuosos, porfiados, caprichosos, persuadidos... Figureros, paradojos, destemplados... Monstruos todos de la impertinencia», decía Gracián, con razón.