Política

Alfredo Semprún

La Escocia que imaginó el cine

La Escocia que imaginó el cine
La Escocia que imaginó el cinelarazon

Hay quienes guardan un saludable rencor histórico hacia Inglaterra – ¡largo memorial de agravios el de la pérfida Albión!– y que están disfrutando como mono en platanera con el asunto del referéndum escocés y el sofoco de su «premier», Cameron, que, fiado de las encuestas, quiso jugar con ventaja para dar una lección de tolerancia y buen rollito al mundo. Lo más probable es que gane el «no», pero no ha sido, ni mucho menos, el paseo militar que se prometían los ingleses. Tengo para mí, nada científico, claro, que en estos últimos tiempos los grandes procesos sociales y políticos vienen marcados por Hollywood, que en sus guiones modela actitudes y mixtifica situaciones. Ya se sabe que en el caso de Escocia la desafección ha venido dada por la política de tierra quemada industrial de Margaret Thatcher – que laminó de Escocia a los torys–, la secularización de la sociedad y el desencanto con los laboristas por sus cesiones al liberalismo, pero todo el proceso ha tenido en la imaginería del celuloide a un aliado tan inesperado como formidable. Hasta el punto de que hoy es muy difícil saber si los escoceses son como los pinta el cine, o si el cine ha diseñado a estos escoceses. Todos tenemos en la memoria el «Braveheart» de Mel Gibson, épica de faldas y espadas con todos los tópicos del romanticismo, o el «Rob Roy» de Liam Neeson, que encarnaba a un bandido generoso de las Highlander, elevado a la leyenda por dos autores muy ingleses: Daniel Defoe y Sir Walter Scott. Ambas películas norteamericanas son de 1995 y precedieron cronológicamente a la restitución del Parlamento de Edimburgo culminada en 1999, como también «Trainspotting» (1996), magnífico retablo del lumpen local que lanzó a Ewan McGregor. Pero ya antes, en 1983, nos habían vendido la cara amable del petróleo del Mar del Norte con «Local Hero» (1983), traducida en España como «Un tipo genial», y habíamos conocido a la chica de Gregory y corrido con los carros de fuego por las hieráticas playas de San Andrés. Y, a partir de ahí, Escocia, con sus paisajes, tradiciones, mitos y costumbres, se convirtió en un inmenso plató, escenario idílico para cualquier guión. Desde la ciencia ficción de «Highlander» («Los Inmortales») y su idealización del clan McLeod, pasando por la ñoñería del «La boda de mi novia» (2008), con su catálogo de deportes rurales, hasta la inefable «Brave» (2012) de Disney-Pixar, pastiche que haría palidecer de vergüenza a Washington Irving –por poner un escritor dado al almíbar historicista y étnico–, las tierras de Escocia, con su verde, pero verde, y sus ovejas; con sus castillos y sus lagos, se nos han hecho nítidas, casi familiares, con una personalidad propia y, lo que resulta esencial, muy distinta de Inglaterra y del cutrerio de sus «Full Monty». Todo pues, juega a favor del imaginario independentista: el viejo reino, mil veces vencido en el campo de batalla; sus ancestrales costumbres no olvidadas, la modernidad, incluso en faldas; el señuelo de la prosperidad egoísta, desembarazados de las estrecheces de un país en crisis, superpoblado y multirracial... Y sin embargo, hay una frase en el guión de «Braveheart» que siempre recuerdo. Y es que, en medio del discurso de la épica apasionada, Gibson sentencia: «Escocia sólo tiene un problema, está llena de escoceses». Pues eso.