Alfonso Ussía
La espera
Dicen que las tres cosas más largas del mundo – no hay confirmación científica–, son una tarde de bolos montañeses, el trabuco de Makelele y la hora que separa las once de las doce en la noche de fin de año. Se decía que también un domingo en Londres, pero los domingos en Londres ya no son lo que eran. Los ingleses se han dejado influir por las costumbres del continente y los domingos en Londres se empiezan a parecer a los miércoles. De los bolos sí puedo hablar. Se trata de un deporte prodigioso que en nada se parece a sus parientes de otras regiones y naciones, pero en ocasiones el público envejece por la excesiva prolongación del juego. Más o menos como el crickett. No puedo ofrecer mi opinión acerca del trabuco de Makelele. Me dejo llevar por los chismes de vestuario cuando era jugador del Real Madrid. El adjetivo más prudente que he oído al respecto es «incomensurable». Y sí tengo todos los datos y experiencias para asegurar que los 60 minutos que separan a las once de las doce en la noche de fin de año no cumplen con su rigor habitual. Son las 23:05 de la noche. Aparecen en la pantalla del aparato de televisión dos personajes muy populares que hablan. Hablan una barbaridad y dicen bastantes tonterías, frases hechas y lugares comunes. Después de una larga parrafada, se mira el reloj. Son las 23:06 de la noche. Los minutos parecen de goma, se estiran, juegan con el cronómetro, y colaboran con eficacia en la culminación de las tajadas previas al año nuevo, de tal modo, que al alcanzar milagrosamente las 24 horas, a nadie le importa el suceso. Después de ello, costumbre muy española, se procede a dar el tostón con los cohetes, mientras en algunos hogares se inician las primeras y fuertes discusiones. Es lógico. Hay familias con diferencias entre sus miembros que sólo se reúnen a cenar una vez cada año, en Nochebuena o en Nochevieja. En la tercera copa surgen las ironías o las acusaciones veladas, y en la quinta se lían a mamporros. Son las menos, pero en los servicios de Urgencias de los hospitales saben mucho de las consecuencias de estas celebraciones. Para mí, que las uvas habrían de ingerirse a las 23:30, con el fin de acortar el espacio de riesgo.
Lo mejor del año nuevo, y lo llevo repitiendo desde que lo vi por primera vez, en blanco y negro y bajo la dirección de Boskowsky, es el Concierto de la Filarmónica de Viena en la Musikverein. Una ráfaga de buen gusto que contrasta con la singular bajeza y soterra intelectual y estética de los programas de nuestras cadenas de televisión. Tuve un perro labrador, «Sem», que no se perdía un concierto. Se echaba a mi lado y seguía desde el principio hasta el fin el desarrollo de la maravilla sostenida por la música de los Strauss. Para mí, que el director de la Filarmónica en ese concierto debe tener la condición de vienés. Sólo un vienés puede integrarse en el ambiente prodigioso de esas horas y en ese día. Mi perro gruñó llevado del desconcierto el año que el director era un japonés. Cuando le expliqué que la mitad del público provenía de Japón, dejó de gruñir sin mucho convencimiento. Jean Cocteau temía sobremanera a los japoneses y a la Coca-Cola. Decía que habían invadido el mundo. En el caso que nos ocupa, me preocupan más los primeros que la segunda. Esa sala de conciertos inigualable, antaño ocupada por gentes crecidas y educadas bajo la influencia de la familia Strauss, hoy ha caído en manos de educadísimos y cultos japoneses que oyen, escuchan, aplauden, sonríen y participan del mismo modo que los austriacos, pero sin ráfaga vienesa. Y el Concierto de Primero de Año de la Filarmónica es un espectáculo cuyos protagonistas son el director, la orquesta y el público. Y esa hora tan larga que tanto retrasa la llegada de las 12 de la noche del día 31 de diciembre, se convierte en un paso rápido y pleno al día siguiente desde los sueños de Viena.
No tenía pensado escribir de esto, pero le he dejado al artículo que hoy me mandara, y hasta aquí hemos llegado. Muy feliz año nuevo a todos.
✕
Accede a tu cuenta para comentar