José María Marco
La ficción británica
España intenta desde hace décadas frenar la expansión británica en tierra y aguas colindantes no cedidas en Utrecht.
La política española sobre Gibraltar tuvo durante el siglo XX y hasta principios del XXI tres grandes líneas de desarrollo, como ha explicado el diplomático Fernando Olivié. La primera fue la reivindicación básica, de orden patriótico y simbólico, de Gibraltar como parte del territorio español. La segunda y la tercera son de orden más práctico. Una es el intento por frenar la expansión británica en la tierra y las aguas colindantes que no entran dentro de lo cedido por España en el Tratado de Utrecht. Otra consiste en la gestión de las consecuencias de una economía como la gibraltareña. Efectivamente, lejos de haber sido éste el resultado de un pacto, como puede ser la de Mónaco o la de Andorra, es una economía basada en el contrabando, el juego y las desgravaciones fiscales. Conviene también recordar que, a diferencia de lo que han hecho los británicos, los españoles siempre han cumplido la legalidad y nunca han trasladado el enfrentamiento sobre Gibraltar a otras áreas de su política exterior: la política gibraltareña ha quedado, por tanto, al margen de nuestra actuación exterior.
En la primera mitad de siglo destacan dos fechas: 1908 y 1938. La primera es la de la construcción de la verja por Gran Bretaña, que consolidó así el territorio ocupado desde Utrecht, pero se autolimitó. La segunda es la construcción del aeropuerto. Los Gobiernos españoles poco pudieron hacer: en 1908 estaba reciente la derrota de 1898 y sus consecuencias, y en 1938 estábamos ocupados con la Guerra Civil.
El año 1950 marca una nueva época: se han iniciado las descolonizaciones y España se esfuerza por salir del aislamiento. Gran Bretaña intentará una maniobra sofisticada, que consistió en afirmar la descolonización de Gibraltar para apuntalar el dominio sobre su propia colonia, lo que crearía un mini-Estado teleguiado por los ingleses en territorio español. La visita de Isabel II al Peñón, en su novedoso papel de soberana descolonizadora, provocará la reacción de las autoridades españolas que interrumpen buena parte de las comunicaciones con el Peñón. Esta situación, que demostró la inviabilidad del microestado gibraltareño, cambió con las conversaciones abiertas por el ministro Fernando Castiella, que propuso respetar la base británica a cambio de la soberanía del Peñón.
Estas negociaciones acabaron mal –la ONU, por su parte, rechazó la original propuesta de «descolonización» británica– y ante la actitud provocadora de Gran Bretaña, el Gobierno español cerró la verja en 1969: se asfixió la economía de la Roca, se acabó el contrabando, se industrializó la zona y Algeciras pasó a ser uno de los grandes puertos europeos.
La firmeza acabó en 1982, cuando el PSOE llegó al poder y Felipe González restableció las comunicaciones. Aparte de consideraciones ideológicas y simbólicas de consumo interno, siempre importantes en este asunto, la posición española había cambiado desde que suscribió la Declaración de Lisboa de 1980. Gibraltar pasó entonces a ser parte de las negociaciones para la entrada en la CEE. España es el único país europeo al que se le han puesto obstáculos políticos de este tipo para su integración en el espacio común. Ya en 1977 se había desmantelado el órgano administrativo y militar del Campo de Gibraltar sin sustituirlo por ninguna autoridad específica, lo que creó un vacío ante la agresiva política británica.
Continuaron las negociaciones (sobre el aeropuerto en 1987, y sobre la cosoberanía del Peñón, en 2001). Gran Bretaña nunca cumplió nada y siguió ganando tiempo. Hasta que llegó Rodríguez Zapatero, y en 2006 descartó de un plumazo la larga tradición de contención y reivindicación, aceptó una máxima apertura de comunicaciones y relaciones (incluidas líneas de teléfonos y la instalación del Instituto Cervantes) y, sobre todo, dio el visto bueno a lo que España siempre había impedido y Gran Bretaña siempre había deseado: la ficción de que Gibraltar se convirtiera en una especie de Estado autónomo, aunque fuera con una base militar propiedad de los ingleses. En un mundo postnacional, íbamos a proclamar la Confederación de Pueblos o Estados ibéricos con la que sigue soñando el socialismo español.
Lo que ha venido después era previsible. Gran Bretaña, y en algún caso los propios gibraltareños, ha seguido presionando sobre España y practicando toda clase de actividades piratas. El último episodio ha obligado a las autoridades españolas a reaccionar. Tal vez dé ocasión para reanudar una política que tenga en cuenta la necesidad de frenar las expansiones ilegales y la de promover la economía de la zona, entre otros muchos motivos, para atraer a los llanitos. Es verdad, sin embargo, que a muchos españoles les gusta sentirse gibraltareños. Con tal de no aceptar su nacionalidad, preferirían vivir en un territorio colonizado.
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