Francisco Marhuenda
La fiesta de la democracia
Es una frase muy cursi, pero refleja realmente el sentido de unas elecciones. Mi padre tenía mi edad cuando pudo votar en libertad por primera vez. Le acompañé a las manifestaciones en Barcelona en las que se pedía «libertad, amnistía y estatuto de autonomía». Era una persona liberal y abierta, profundamente catalana aunque no era nacionalista y que daba mucha importancia a la democracia y la justicia. Me inculcó un profundo amor por el derecho que no he abandonado y la convicción de que ir a votar es un ejercicio fundamental en una democracia. El introducir el voto en un sobre, aunque sea en blanco, es un gesto decisivo. Me gustaría que todo el mundo fuera a votar y que la abstención alcanzara un porcentaje irrelevante. Es cierto que en democracias muy antiguas, como Estados Unidos, el porcentaje de participación es sorprendentemente bajo.
Una de las características de nuestro convulso XIX fue la progresiva ampliación de la base electoral. Fue conseguir algo tan lógico como es un hombre un voto. Las mujeres se vieron marginadas hasta la Segunda República y la izquierda no quería porque temía que se vieran influidas por sus maridos. Era una paradoja que Isabel II fuera la reina y que el resto de mujeres estuvieran marginadas de la vida política. No hay más que recordar las enormes dificultades que han sufrido las mujeres a lo largo de la historia y la dependencia a sus padres, maridos e hijos a la que han estado sometidas.
El valor de un voto fue un tema controvertido, porque se consideraba que no todo el mundo podía ejercer este derecho. El XIX es el siglo de la lucha por la igualdad en el marco de las revoluciones burguesas y de un constitucionalismo donde cada partido quería imponer su texto al rival. Durante mucho tiempo se consideró que las personas con menos recursos y formación no tenían derecho a votar. La extensión de este derecho fue una reivindicación permanente hasta que finalmente se consiguió.
Por ello, hay que animar a los españoles para que hoy acudan a los colegios electorales y expresen claramente quién quiere que les gobierne en los municipios y las comunidades autónomas. Desde hace meses algunas formaciones opinan en nombre de todos los españoles y hacen afirmaciones categóricas que son aplaudidas por tertulianos y columnistas que defienden la llegada de la izquierda. No hay nada como unas elecciones para clarificar el panorama y poner a todo el mundo en su sitio. Hoy decidiremos si apostamos por la estabilidad o la inestabilidad, lo cual es muy legítimo aunque las consecuencias sean muy distintas.
Un demócrata tiene que aceptar el sentido del voto, le guste o no, algo que no hacen todos aquellos que aseguran serlo. Cuando se celebró el referéndum en Escocia o las elecciones en Gran Bretaña se habló del voto del miedo. Es algo que utiliza siempre la izquierda para justificar los resultados que le son desfavorables. Es esa absurda e inconsistente superioridad moral de la izquierda que no se corresponde a la realidad y mucho menos a su gestión al frente de los gobiernos. Estos días hemos visto como algunos tenían prisa en jubilar políticamente a los que hemos nacido antes de la Transición. Es absurdo porque los buenos gobernantes son el resultado de la experiencia y la formación.
Me gusta mirar las trayectorias académicas y profesionales de aquellos que pretenden gobernarme. En ocasiones me han criticado en alguna tertulia por darle mucho valor, pero no pienso cambiar porque creo que es fundamental. No quiero fracasados o inexpertos al frente a las administraciones. Me gusta comprobar, como sucede en EE. UU., que los mejores compiten por los cargos. No es una garantía de éxito pero resulta un buen criterio de selección inicial.
La corrupción ha sido otro aspecto descalificador que se ha esgrimido y en muchas ocasiones lo he escuchado de personas poco escrupulosas en su compromiso con el erario público. Es aquel dicho de ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la viga en el propio. La inmensa mayoría de los políticos son personas honradas, pero nadie tiene la garantía o la certeza de que no pueda ser engañada por un colaborador.
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