Alfonso Merlos
La gran degeneración
Ni a fuerza de palos. ¿Qué hemos aprendido del comportamiento farruco y la vocación intrínsecamente sediciosa de los nacionalistas? ¿No hemos tenido bastante? ¿Qué más necesitamos? ¿Y a qué precio? ¿Dónde están los ingenuos que aseguraban que después del calentón preelectoral de Artur Mas la fiebre separatista bajaría en tiempo récord y nadie se acordaría de ella porque nada aparecería en el horizonte para rememorarla? ¿Y en que se basaban para sostener una hipótesis tan estúpidamente debilucha?
Seamos serios y no nos comportemos como una banda de inconscientes. El presunto soberanismo de guante blanco de CiU está pisando el acelerador en una ruta que le conduce hacia lo delirante y hacia lo salvaje. En efecto, y por encima de los nombres, estamos ante un Ejecutivo con cuyo proyecto demuestra que definitivamente ha enloquecido. Y en efecto, estamos ante una partida de consejeros que se disponen a pastorear una aventura asilvestrada, descontrolada, violenta, fuera de las normas establecidas.
Uno de los más aclamados historiadores que hoy enseñan en Harvard, Niall Fergusson, ha señalado las causas que llevan a la decadencia y la ruina a exitosos proyectos de convivencia: élites que destruyen el contrato social, altas instituciones que se corrompen, políticos que reniegan del imperio de la Ley, gobiernos que dan la espalda al interés general o ciudadanos que cultivan y desarrollan actitudes insolidarias e incivilizadas. Fergusson habla de «la gran degeneración». Éste es exactamente el venenoso y suicida proceso que está en marcha en una puntera región de España: la degeneración catalana. Y el Estado no debe ni puede permitirla. Nuestra complacencia o negligencia sería nuestra tumba. La de nuestra historia como nación que quiere y sabe mantenerse firme y salir airosa de los grandes envites que encara. Y estamos ante una encrucijada definitiva.
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