José María Marco

La humanidad de Dios

En algunos cuadros antiguos se representa al Niño Jesús con los instrumentos de tortura utilizados en la Pasión. Se nos recuerda así lo que acabará ocurriendo en la historia de Cristo. Por eso, a veces se da por supuesto que esas imágenes nos transmiten una enseñanza moral acerca del fin irremediable de nuestra vida. Puede ser, aunque convendría enfrentarse a esa realidad con una actitud menos lacrimógena. Lo que nos recuerdan esos cuadros no es que Dios nos exija sacrificios –que no los exige– sino que se sacrificó por nosotros aceptando, en la persona de Cristo, una muerte terrible.

Para que ese sacrificio tenga sentido, el Señor ha tenido que conocer nuestro sufrimiento desde dentro y, de forma gratuita, compartir el dolor y padecer con nosotros. Morir en un trance agónico, en la soledad y en el dolor. Lo que celebran esos cuadros no es por tanto distinto de lo que celebramos estos días, aunque sea desde una perspectiva distinta a la que estamos acostumbrados a adoptar en las fiestas de Navidad: es el misterio de Dios hecho hombre, el Dios que acepta vivir una vida como la nuestra para liberarnos del sufrimiento.

Al tiempo que celebramos este misterio, recordaremos que la infinita misericordia de Dios expresada en el vencimiento por Cristo del mal que nos afecta y que somos capaces de infligir no es una absolución previa, sino una afirmación en la historia de la responsabilidad que nos incumbe ante la tribulación y la injusticia que golpean, una y otra vez, la existencia de los seres humanos. El nacimiento de Cristo, que tan hermosas celebraciones suscita, es también un recuerdo de la irrenunciable dignidad del ser humano, que sólo se realiza como tal cuando comprendemos que no sólo somos responsables del mal que nosotros mismos causamos, sino también del que los demás, aquellos con los que aparentemente no tenemos nada que ver, causan por su cuenta.

Al nacer como un ser humano en una pequeña ciudad al sur de Jerusalén, Dios introdujo en la historia una forma nueva de ese principio que desde entonces nos ha hecho más humanos, más cercanos al sentido de nuestra humanidad. Humanidad doliente, sí, pero también humanidad consciente de que lo que nos hace ser humanos es participar en lo que aquella noche, en Belén, se convirtió, sin dejar de ser de una naturaleza distinta, inimaginable en su dimensión y en su forma, en una criatura como nosotros, venida al mundo para enseñarnos la gloria del amor de Dios.