Constitución
La lealtad y las reglas del juego
En sus orígenes, las Constituciones fueron una «técnica de libertad». Su razón de ser consistía en limitar el poder para asegurar la libertad dentro de la Ley. Ahora muchos ciudadanos quieren más acción pública para solucionar problemas sociales o económicos. Pero entonces la preocupación fundamental, en la línea de Locke, era la de evitar un poder tan concentrado que terminara siendo arbitrario.
Poco a poco la tradición constitucional europea, incluida la española, se hizo más compleja. Además de garantizar el imperio de la ley se añadió la técnica del gobierno constitucional. Las constituciones incluyeron las reglas del juego que debían seguir quienes iban a competir en la vida política. Pero resultó difícil asegurar la estabilidad de los sistemas constitucionales; porque la aparición de nuevos jugadores y el deseo de esquivar los costes negativos de la competencia (una posible derrota recurrente) acentuaron la tentación de manipular las reglas en función de los intereses particulares. De ahí la querencia por la exclusión política en casos como el español o el francés.
Con el tiempo, sobre todo en el periodo entre las dos guerras mundiales, se sumó la idea de que toda Constitución debía ser reflejo de un proyecto ambicioso de transformación social; en España los fundadores de la Segunda República tuvieron muy claro que la Constitución era más importante por su contenido ideológico que por su condición de técnica de libertad. Los vientos que soplaban por Europa invitaban a la planificación y la intervención, a modo de respuesta urgente a los problemas sociales y económicos. Lo de menos era el pluralismo y la alternancia en el poder.
Lo de entreguerras acabó muy mal. Y la salida, tras 1945, consistió en combinar distintos enfoques en las constituciones de posguerra, de tal forma que éstas aseguraran reglas del juego estables pero también reflejaran un nuevo consenso. Lo que pasó en España en 1978 no fue muy diferente, pese a la cronología y el contexto. También aquí se conjuró el peligro de hacer una Constitución que provocara un fuerte rechazo en una parte de la sociedad. Pero si la Constitución tenía que dictar reglas para la competencia entre ideologías diferentes, incluyendo a algún grupo que probablemente nunca alcanzaría la mayoría, entonces también debía ser flexible o, si se prefiere, moderadamente ambigua. Nada de esto debería haber sido un problema en el desarrollo posterior si se hubiera combinado con la máxima lealtad de los partidos a los principios básicos de esas reglas del juego. Y el principio más básico es el que se refiere a la certidumbre de que las reglas no serán modificadas sin un acuerdo como mínimo igual de amplio que el de 1978. Esto incluye, por supuesto, al conjunto de la soberanía nacional y no a una parte.
La interpretación de la Constitución se ha estirado hasta extremos increíbles; y España ha experimentado un cambio radical en la técnica de gobierno, tanto por el efecto de la descentralización política como por los profundos cambios sociales y económicos. Nada de esto ha puesto en peligro la convivencia porque, básicamente, ninguno de los competidores ha percibido que la cuerda se tensase tanto como para impedir la alternancia. La garantía frente a una modificación caprichosa de las reglas del juego ha funcionado relativamente bien. Sin embargo, algunos han llegado a creer que esto es un problema y que el sistema es muy rígido. Ahora está de moda formular la acusación de inmovilismo y reclamar, con no poca frivolidad, la bandera de la reforma constitucional casi para cualquier problema.
Por supuesto que una Constitución puede y debe reformarse en determinadas circunstancias. Pero igual que una reforma pactada puede ser una garantía para la larga vigencia del nuevo texto, una reforma planteada y desarrollada como resultado de la presión semileal de uno de los competidores suele conducir a la ruptura de los consensos básicos. Como en el mercado, también en la política democrática la confianza y la lealtad son fundamentales. Y hace mucho tiempo que sabemos que no podemos fiarnos de la buena voluntad de todos los competidores para respetar las normas, más bien al contrario. Por eso, el cumplimiento de las reglas de juego opera sobre la base de una lógica y razonable garantía coactiva. Que ésta funcione no es un menoscabo para la libertad de todos los españoles y el imperio de la Ley, sino al contrario.
Así, la modificación de los aspectos sustantivos de las reglas del juego requiere de dos condiciones: un contexto de debate basado en la confianza entre los jugadores y una cierta seguridad de que el cambio permitirá mejorar notablemente la situación sin afrontar un riesgo demasiado elevado para el pluralismo. Cierto tremendismo tiene buena prensa y somos presos, ¡todavía!, de un adanismo ingenuo. Quizás sea esto el resultado de la incapacidad de ciertos grupos para aceptar las consecuencias de la alternancia democrática. En todo caso, presupone un alarmante deseo de manipular las reglas del juego en función de equilibrios coyunturales entre partidos. Y refleja una repulsiva tendencia a considerar que el cumplimiento estricto de la Ley frente a la conducta de grupos semileales o desleales es un comportamiento antidemocrático, cuando debía ser todo lo contrario.
Ciertamente, en la situación actual es inquietante el crecimiento de una opinión irreflexiva que considera un error la firmeza en la defensa de la actual Constitución ante quienes están dispuestos a quebrantar las reglas del juego para imponer su criterio. De un lado, una manifiesta debilidad intelectual del centro-derecha para razonar sin remilgos sobre este aspecto, en una actitud que ya ha costado muy cara en las regiones donde compite con un nacionalismo conservador etnicista. De otro, un centro-izquierda que no se libera del antifranquismo y alimenta no sólo el victimismo nacionalista, sino a los radicales de las orillas del sistema, so pretexto de mostrar una flexibilidad preocupante: tanto si son sinceros, porque no se puede ser flexible en el cumplimiento de las normas frente a quienes proponen ignorarlas; como sin son fingidos, porque no se puede jugar a la ruleta con las reglas del juego para tapar una profunda crisis de identidad. Debería ser tan sencillo como comprender que en democracia la lealtad de todos debe preceder a la reforma de las reglas; de lo contrario no habrá consenso y aparecerán nuevas deslealtades.
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