El desafío independentista
La masía del soberanismo
«No se atrevan a tocar uno de nuestros tesoros más preciados». Eran palabras del parlamentario del PDeCAT Jordi Xuclà en un alarde de franqueza recordándole a Rajoy en el último pleno de control al gobierno que, de aplicar el artículo 155 de la Constitución y dando por hecha la consiguiente intervención sobre puntuales áreas estratégicas de la autonomía catalana, la de la educación por vital y fundamental para el nacionalismo desde hace años cuanto más alejada de las manos del Estado –«sucias manos» que diría el histrión Rufián– mucho mejor. En efecto no descubrimos el fuego al señalar a la política educativa como la auténtica célula primigenia, el cigoto de un independentismo que no ha dejado de engordar durante los últimos años.
Si el «Barça» ha maravillado al mundo con un marchamo de juego y unos nombres de futbolistas marcados por el «ADN» de su escuela-cantera, también el secesionismo antes larvado y ahora manifiesto en su órdago al estado ha tenido su Masía en prácticamente todas y cada una de las escuelas de Cataluña, en cada ciudad, en cada pueblo y sobre todo en cada consejo escolar donde la presencia del estado de la nación española ha ido cediendo paso sencillamente a otra cosa. Cuando el ya terminal gobierno de Puigdemont, la CUP y las terminales pro independencia de Omnium y la ANC han tenido que recurrir a su capacidad movilizadora tocando a rebato entre los más vulnerables y manipulables, siempre han recibido una respuesta positiva, sea la universidad, sean los centros de enseñanza. Ergo, el vivero de separatistas funciona.
Y con independencia de que, si el problema no comienza a atajarse de verdad al menos para atisbar una solución a largo plazo evitando que una hoy mayoría minoritaria de independentistas pase a ser mayoría absoluta entre la población a la vuelta de pocos años, lo que toca además del propósito de enmienda es un acto de contrición que no pierda la cara al desastre de unas pasadas decisiones de gobiernos nacionales de todos los colores, más centrados en el cortoplacismo de unos puntuales apoyos parlamentarios que en velar por la presencia del estado allá donde era más necesario.
La ley de política lingüística del año 98 en Cataluña discriminando en la escuela al castellano no vio recurso ante el Constitucional ni del Gobierno central ni del Defensor del Pueblo y por si no era suficiente se permitió que el «Govern» se pasara por su particular arco del triunfo los contenidos educativos comunes de la ley de Humanidades impulsada por el Ministerio de Educación. De ahí solo mediaba un paso hasta situaciones como el adoctrinamiento en las aulas con pancartas, banderas anticonstitucionales o tareas sectarias como las denunciadas hace días por algún inspector convenientemente señalado en las listas negras de la Generalitat. Ahí es donde el estado, pase lo que pase tendrá que volver a tomar cartas, mal que les pese a los «Xuclà». Las prioridades del 155 pasan ahora por otros negociados, pero la principal resistencia de la «aldea de Asterix» sigue estando en las aulas.
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