Alfonso Ussía

La Moncloa

Susana Díaz no se está jugando, con sus dudas, vaivenes y complacencias, el Gobierno andaluz. No se está jugando las próximas elecciones, porque sus votos han crecido –precisamente– por su nula sintonía con la chiflada caribeña y el jefe del tinglado estalinista. Si Susana Díaz no corta con contundencia el escándalo y el pacto con Izquierda Unida, se está jugando su futuro en La Moncloa, que es el porvenir que sueña.

El palacio de La Moncloa tiene un inmenso y formidable jardín y un nutrido grupo de fantasmas que habitan entre sus paredes. Es un palacio raro, un quiero y no puedo, un caserón que sólo se acepta estéticamente por algunos de los cuadros que cuelgan de sus paredes, y que provienen del Patrimonio Nacional. Antaño, en los jardines y extensiones de La Moncloa vivían gamos, ciervos, y jabalíes. Ahora no. La Moncloa está rodeado de autopistas, autovías, cambios de sentido, rotondas y demás zarandajas que facilitan la circulación por la carretera de La Coruña. Los gamos, ciervos y jabalíes que quedan por ahí tienen carné de identidad y son humanos. Gamos pelotas, ciervos aduladores y jabalíes dispuestos a cualquier cuchillada para medrar.

Creo que uno de los peores puestos de trabajo que existen en España es ser el presidente del Gobierno de España. A nadie se le obliga a serlo. Se dice que nada mejor, después de una agotadora y difícil jornada de trabajo, que llegar a casa, oír música, tomarse una copa, leer un libro y si el retorno se produce en invierno, encender la chimenea. El presidente del Gobierno trabaja en el palacio de La Moncloa, y cuando finaliza su agotadora, áspera y difícil jornada de trabajo, se queda en La Moncloa, que no es su casa, sino un desapacible hogar alquilado por los votos que ha terminado con el carácter y la paciencia de muchos. Ahí le entraron a Adolfo Suárez sus primeras melancolías. Amparo Illana, su gran mujer, explicaba con un sólo adjetivo el confort y la comodidad de La Moncloa: «Horripilante». Ahí perdió el «oremus» Felipe González después de catorce años de inquilinato. Poco antes había habitado sus fantasmagóricas paredes Leopoldo Calvo-Sotelo, culto y refinado. Calmaba su estupor diario tocando el piano, y no tuvo que tocarlo mucho porque perdió las elecciones y recuperó su casa, sus libros y su piano de cola, pero ya en su sitio. Ahí pasó de ser un castellano austero y convincente a un personaje temido y adulado José María Aznar. Su presencia removía el terror entre sus allegados, sólo superado por el miedo físico que producía su perro «cócker», experto mordedor de pantorrillas y canillas de ministros, secretarios de Estado y directores generales. Ahí se volvió tarumba Rodríguez Zapatero, lo que motivó que España entera terminara más zumbada que el pecho de un gorila. Y ahí padece diariamente las consecuencias de su mal paso –haber ganado las elecciones después de una quiebra total– Mariano Rajoy, al que se le cuentan muchas más canas que el día que ganó con mayoría absoluta los comicios generales. ¿Para qué me sirve mi maravilloso campo si mi castillo no tiene calefacción, no funciona bien el agua, se va la luz y no tengo dinero para pintar sus paredes? Esa aguda reflexión es del duque de Welton, o Wilton, o Walton, o quizá Bournemouth, que lo mismo da.

El palacio de La Moncloa no tiene problemas de agua, ni de luz. Hay dinero para pintar las paredes y en invierno funciona la calefacción divinamente. Pero es un palacio encantado por el mal, que lleva a la soledad y a la herrumbre anímica, y en cuyos ámbitos sólo disfrutan los pelotas y los insensatos que pretenden acceder a puestos más altos en la escala del poder. Es el único palacio del mundo al que se entra directamente por el salón, feísimo, por cierto.

Le cuento esto a Susana Díaz para ofrecerle el consuelo necesario en el caso de que mantenga su unión con esos desgarramantas caribeños y siberianos que tiene en su entorno. Mucho más confortable el Palacio de San Telmo que el de La Moncloa. Ahí, en el centro de Sevilla, la ciudad del permanente prodigio, que ha sobrevivido incluso a Monteseirín. Es la manera de advertirle que, en el caso de que sea masoquista y sueñe con ser un día la presidenta del Gobierno de España y por ende, inquilina mayor de La Moncloa, no puede plantearse su poder en Andalucía al lado de quienes odian el sistema, la Constitución, la libertad y la democracia. De hacerlo, Susana Díaz renunciará voluntariamente a vivir entre autopistas, en el caserón de los fantasmas, allí donde los gamos, los venados y los jabalíes han sido sustituidos por fantasmas, melancolías y pelotas.

Porque con éstos, se quedará en San Telmo, que no está nada mal, aunque se mueva por sus salones el fantasma de Antonio de Montpensier.