Cristina López Schlichting

La muerte del padre

Hubo un tiempo en que la violencia doméstica se toleraba porque a la mujer había que «atarla corto». Pero ahora son demasiados años afeando y persiguiendo esa conducta como para que crezca el número de menores que les pegan a las chicas. Para colmo, me confirma Javier Urra que cada vez hay más chicos –sobre todo hijos de divorciados– que golpean y maltratan a sus madres. ¿Qué pasa? ¿Por qué los jóvenes no controlan su agresividad? Los especialistas empiezan a apuntar en una dirección. Hemos confundido el divorcio con la dejación de responsabilidades educativas. Particularmente, los progenitores varones han desaparecido de muchas casas (en parte por la tutela excluyente de la madre, en parte por ausencia deliberada del padre). Las consecuencias son chavales que, al crecer sin figura paterna, carecen del modelo de un varón que se controla, que está naturalmente dotado de testosterona y agresividad vital –como el hijo–, pero que las somete a su dominio. Sin un modelo así, hay chicos, los especialmente conflictivos o violentos, que no saben qué hacer con sus impulsos. De acuerdo con el estudio de 2005 de C. Knoester y D.A. Hayne («Community context, social integration into family and youth violence»), por cada incremento de un 1% de familias monoparentales en un barrio crece en un 3% la violencia adolescente en la zona. Es decir, hay una relación directa entre la desintegración familiar y la delincuencia. Curiosamente existe una interacción parecida (ver Ellis, en «Child Development») entre ausencia de padre y tasa de niñas sexualmente precoces y tempranamente embarazadas. En definitiva, los estudios están probando que igual que la madre es indispensable, el padre también lo es. Si los hombres no vuelven a ejercer su papel frente a sus hijos, las cifras de menores agresores de mujeres (sean novias o madres) se incrementarán aún más.