Pedro Narváez
La noble ácrata
Para la plebe catódica Cayetana de Alba pudiera ser una caricatura de Los Morancos como en los exámenes de los críos de la ESO Cervantes no escribió El Quijote porque era manco. Pero de la misma forma que Berlanga fue un anarcoburgués, que es algo que nunca entendieron bien sus colegas de la escuela de cine «comprometido», y adicto al fetichismo sexual, la Duquesa de Alba se nos aparecía como una noble ácrata que a mi juicio nos ponía frente al espejo de nuestra decadencia, no de la suya. Porque mientras los españoles nos íbamos convirtiendo en pacatos suicidas, Cayetana cobraba vida cuanto más cerca de la muerte que es una manera de darle un corte de mangas al destino. Ha sido el país el que en cuestiones morales –me refiero a ese pacatismo progre, no a las firmes creencias religiosas de la finada– ha ido para atrás, como las tortugas que la propia señora cuidaba en una de las habitaciones del Palacio de Dueñas, ese lugar donde siempre parece primavera.
España un día fue sinónimo de libertad y hoy podría tener envidia de esta mujer que parecía la única que conservaba la alegría que una vez tuvimos antes de abonarnos a la depresión y el revanchismo cuyos cabecillas recordarán ahora que poseía un descomunal patrimonio y que era rica como si ello fuese el último pecado que confesó al morir.
Que la mujer que más títulos nobiliarios atesoraba nos diera lecciones de modernidad es para hacérselo mirar. Los nobles ya nacen en el ataúd de los siglos, pero Cayetana se saltó varias veces su propio funeral para poner puntos suspensivos en su biografía.
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