Cristina López Schlichting

La promesa

D e pequeños aprendimos que católico significa universal y por eso, frente a lo que piensan algunos, los fieles nos sentimos en casa en el Vaticano. Entre los Santos Padres y los cristianos de a pie se han dado relaciones conmovedoras. Menudas broncas le echaba Catalina de Siena a su Papa, exiliado en Avignon, para que se dejase de tonterías y volviese a Roma. Más parecía una madre estricta que una feligresa devota. Y cuando Francisco de Asís acude al Sumo Pontífice, es un hijo humilde que conmueve al padre con su sencilla santidad. Pero la posibilidad de que un Papa viaje por el mundo entero y mire los rostros de cientos de miles de fieles es, por razones técnicas, una novedad contemporánea. Fue un espectáculo ver al joven Wojtyla cogiendo aviones y helicópteros, barcos y falúas, coches y papamóviles y abrazar literalmente el mundo entero. Él creó para nosotros, la generación de jóvenes nacidos en los sesenta y setenta, las jornadas mundiales de la juventud y bien podemos testimoniar que a través de ellas nuestra vida cambió. Disfrutabas de los amigos, dormías en los parques, visitabas ciudades y países lejanos y conocías nuevas gentes, todo en el marco de la gran pregunta por el significado de tu vida, a la que Juan Pablo II contestaba: «No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo». De repente, la tierra se convertía en un pañuelo y comprendías de forma palpable que en todos los continentes, independientemente de lenguas, pueblos o razas, los hombres buscamos a Dios. Aprendías que tus inquietudes más profundas no eran las de un bicho raro, sino comunes a toda la humanidad. En ese contexto, cada homilía de Juan Pablo o de Benedicto fue una bendición. Por eso las sucesivas JMJ han sido un éxito, independientemente de que se celebrasen en Santiago, Colonia o Sidney. Francisco acaba de estrenarse en Brasil y ha sido, una vez más, muy hermoso. Se equivocan quienes critican estas aglomeraciones y afirman que «no es oro todo lo que reluce». Siempre los santos han convivido con otros cristianos inconstantes, o con pecadores que oían la llamada y luchaban consigo mismos, o con gente débil como yo que es atraída por la belleza de la fe pero a la vez merodea por los fangosos meandros de la existencia. Por eso, sea en Cuatro Vientos o en Copacabana, nos reunimos un millón de personas. Porque de fondo está la promesa de nuestro Señor: «Estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».