Reforma constitucional
La reforma constitucional
La configuración del nuevo Parlamento con el incremento del número de partidos que lo componen, la minoría en la que se encuentra el grupo mayoritario que apoya al Gobierno, la debilidad del primer partido de la oposición y la reclamación que hacen de ello los nuevos grupos que se han incorporado al mismo, parecen situar de nuevo la Reforma de la Constitución en el centro del debate político. La crisis política, económica y social que padecemos ha hecho que una gran parte de la clase política de todos los partidos haya interiorizado esta demanda como una necesidad, incluso aunque no la recogieran en sus propuestas sus propias organizaciones.
Un tema tan delicado como éste trasciende la mera organización territorial del Estado para afectar a aspectos tan relevantes como el concepto de España, la soberanía nacional, la igualdad y la solidaridad entre los españoles, o la sostenibilidad económica de nuestro país, entre otros asuntos.
Son conocidas las muchas ocurrencias que al respecto se han oído a lo largo de estos últimos años, en general poco elaboradas y escasamente justificadas, preferentemente referidas al modelo territorial autonómico y a las aspiraciones de autodeterminación o independencia de algunos partidos, o las que buscaban intereses partidistas, electoralistas o de exclusión de unos y consolidación de otros en el poder.
El peligro radica en abrir este melón sin que haya una idea clara de lo que debe cambiarse y por qué para corregir lo que haya funcionado mal y reforzar la unidad, la competitividad, la igualdad, la solidaridad, y la fortaleza de nuestro país. Y se hace más grave por cuanto el Gobierno parece dejarse arrastrar por esta ola y las demandas de los demás, sin explicar su propio modelo y sus posiciones claramente en cada una de las cuestiones que se suscitan, dejándose arrastrar en un asunto de tanta relevancia en lugar de liderarlo. Incluso alguno de sus más destacados ex miembros ha planteado reformas más que cuestionables que no se sabe si cuentan con el apoyo de aquél y del partido, pero que coinciden con las defendidas por algunos partidos de la oposición.
En un reciente foro celebrado en Madrid, en el que han participado personas relevantes de la política actual y de la Transición, junto a posiciones que han expresado la necesidad de definir qué se quiere cambiar, por qué y para qué, y el consenso previo para poder llevarlas a cabo con la estabilidad necesaria, ha habido otras que consideran la reforma un bien en sí misma, porque consideran el sistema agotado o no legítimo. Algunas señalan la necesidad de clarificar el marco competencial para evitar duplicidades e ineficiencias, o de un sistema de financiación suficiente y solidario. Pero otras se han referido al cambio del modelo territorial a un Estado federalista «acomodando la sensibilidad de las nacionalidades sin ceder a las exigencias de los secesionistas», y «reconociendo la singularidad dentro de la igualdad».
Cuando en un tema tan delicado como éste se tiene que recurrir a este lenguaje pomposo y vacío, a esta terminología «fú» etérea y buenista, lo que trasluce es que, o no se sabe lo que quieren ni las consecuencias de unos cambios tan delicados, o lo que se pretende es esconder detrás de esta semántica «ocultiva» rayana al «pensamiento navarro» las verdaderas intenciones, lo que da muchas papeletas para que nos roben la merienda.
En este asunto se necesitan las cosas claras, poco margen para la interpretación, y un sentido cívico y de Estado que de momento brilla por su ausencia.
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