José Jiménez Lozano
La rueda de los escándalos
Aquí, entre nosotros, desde hace unos años, hay, cada semana y hasta con mayor frecuencia, una «polémica» o «debate», o escandalera –entre quienes se llaman a sí mismos la opinión de todos– y casi siempre por trapisondas y chanchullos económicos, que llevan a cabo quienes están metidos en la política, entre otras razones, porque a los demás mortales, que no están en el ámbito del poder y del dinero, les es mucho más difícil o, más bien, imposible, meterse en esas aventuras, ya que no tienen a mano una bolsa pública ni biombo para que no se les vea, ni cobertura para que la cosa no tenga consecuencia alguna, aunque se vea.
Pero lo que ocurre, ahora, es que, en vez de comunicarnos a pequeñas dosis los que se llaman escándalos, se nos han mostrado demasiados, de repente, y nos vemos mal para «digerir» tantas noticias de esas conductas, y para procesar tal cantidad de dineros y de sus procedimientos de extracción, y tenemos que resignarnos a lo que nos digan.
Pero no creo que incluso ante tanta basura bien empaquetada podemos pasmarnos o alzarnos de hombros, pero no escandalizarnos, porque, si lo que se supone que debe escandalizarnos, se generaliza ya todo está lleno de tropiezos, que es lo que significa escándalo, y damos sencillamente un rodeo, aunque realmente ya no sea necesario, porque parece que no existe norma moral pero tampoco ley positiva que impida fehacientemente llevarse fortunas enteras de la bolsa común.
Ciertamente, para que algo sea escándalo tiene que haber una norma que se conculque, y este conculcamiento tiene que ofrecer algún tipo de excepcionalidad, porque, de repetirse demasiado, ocurriría lo que con las producciones de las vanguardias artísticas y subversivas que, como dijo George Bernard Shaw, todo cambia en este mundo menos esas geniales vanguardias. Y, en efecto, desde que a André Breton se le ocurrió aquello de que el acto de mayor libertad y más revolucionario era disparar contra una multitud, todo sigue consistiendo en la irrisión y pateamiento de cuanto es frágil, delicado o hermoso. Y así ha venido aplaudiéndose, por poner dos ejemplos relativamente recientes, «la subversión» de una ópera de Verdi con decorados de inodoros y el cuadro de una Virgen pintada con estiércol de elefante; aunque, en realidad, hay una plétora de mezclas sexo-excrementicias y religiosas, y la magnificación diaria de la vulgaridad y el chismorreo. Y entonces ¿cómo vamos a escandalizarnos?
Se nos dice que son masas enteras, las que llenan las audiencias de los «media», cuando hablan de la corrupción político-económica o de esas genialidades, pero no pueden escandalizarse, ya que incluso las grandes masas están al tanto de que la razón, el sentido común, o la ética son necedades judeo-cristianas, y la Ley no es más que una conveniencia.
Así que probablemente estas masas –y todos lo somos si abandonamos el pensar individual y crítico– lo que desean, entonces, es contemplar en las alturas socio-económicas a la máquina de picar carne humana con abundante basura, porque eso nos produce el regusto de una venganza igualitaria como la de las pestes medievales. Y también algo más inquietante, porque lo que revela verdaderamente, y tan claro como la luz del día son los síntomas de una sociedad totalitaria que comienza a conformarse a tenor de los estereotipos de la sociedad de los camaradas pardos o colorados, cuya singularidad es que se encarniza con una especial brutalidad sobre el que convierten en chivo emisario, y piden su sacrificio. Y un chivo emisario, sobre el que se carga toda culpa, puede ser, y es de ordinario, alguien al que esa sociedad admiraba y alababa, o también al que envidiaba profundamente, y, hecho picadillo, cayó de lo alto.
Sólo la dureza de la Ley, y una civilidad hecha de respeto a la inteligencia y a la delicadeza de las relaciones individuales y sociales, nos preservarían de llegar hasta aquel encanallamiento; pero, si todo aquello es considerado como una antigualla, no vamos a cambiar tan fácilmente.
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