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La Razón
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Y de pronto, le vi. Como cantaba Fito Páez en «Un vestido y una flor», te vi, te vi, te vi, y yo no buscaba a nadie y te vi. Y le vi, vi una noticia en la que aparecía un triatleta (no tengan nunca un novio triatleta que yo lo tuve y es un coñazo estar tan bueno, tan sano y tan equilibrado y pretender que tu chica sea igual) llamado Iván Muñoz. Tiene veinte años, veintiún años y el sábado pasado subía el Angliru como parte de la prueba. El Angliru es uno de los puertos más conocidos de la Vuelta a España porque se suben mil doscientos sesenta y seis metros. Cuando este muchacho estaba encarando el repecho más alto, su madre aparece de una cuneta. El muchacho graba el vídeo esperando lo más grande. Y entonces aparece su madre, Mariví. «Hijo mío, lo que viene ahora es mucho más duro. Tú verás». Claro, Iván, se queda muerto patata. Y le responde «joder, mamá, gracias». Y ella contesta «no, hombre, te lo digo, te aviso». Así como diciendo «encima que te lo adelanto ahora la mala soy yo, no te jode». Seguramente, Iván subió el Angliru gracias a la mala leche que le provocó su madre. Seguro que pensó «no me jodas tú», seguro que tiró de piernas y de coraje para llevarle la contraria a su madre. Creo que todos hemos pasado por ahí, creo que todos hemos tenido amigos fans de nuestras madres, siempre de las ajenas pero poco de las propias, creo que todos nos ponemos en la piel de quienes las han perdido y somos menos piel. Cuando yo salí en la tele, la mía escribía a los mensajes de texto que aparecían en la falda de la pantalla. «Un abrazo desde Albacete. Está muy guapa la presentadora». Diez minutos antes me había escrito al móvil: «El pelo mal». «No te vuelvas a poner esa camisa que te hace pecho de vieja». «Vaya nariz, igualica a la de tu padre». Amor de madre, dicen. Lo siguiente es un jemere rojo.