Presidencia del Gobierno
La segunda transición
Arranca una legislatura que va a poner a prueba a un Gobierno en minoría y a una oposición variopinta, descoyuntada y, en parte, poco experimentada. El presidente Rajoy tiene que habituarse, después de una etapa de dominio, a compartir puntos de vista y decisiones con sus adversarios políticos. La necesidad de gobernar de otra manera le exige desde el primer día sentarse a dialogar con todos. Parece que está dispuesto a ello. Veremos su capacidad de seducción. Le toca hacer algo parecido a lo que hizo Adolfo Suárez en la Transición. Negoció sin parar con el PSOE, con el PCE de Carrillo, con Fraga y con los nacionalistas. Fruto de ello fueron, por ejemplo, los Pactos de la Moncloa. Y, a fuerza de diálogo, consiguió grandes cambios institucionales, entre ellos establecer la Monarquía parlamentaria en la Constitución, que fue para él un objetivo fundamental, el que más le quitó el sueño. Nunca se le pasó por la cabeza hacer un referendum exclusivamente sobre la forma de Estado. Conviene recordar que socialistas y comunistas llegaban enarbolando la bandera republicana y que los socialistas se resistieron a soltarla hasta bien avanzado el debate constitucional. Antes tuvo Suárez que convencer a Carrillo, que un día declaró por fin: «Lo importante no es Monarquía o República, sino democracia o dictadura». Fue la proclamación del pacto de los comunistas con la Corona, que arrastró a los socialistas a aceptar el régimen monárquico. Ahora la izquierda de la «posverdad» pretende romper aquel pacto histórico y, de paso, la concordia.
Esta Segunda Transición marcará el reinado de Felipe VI, como la primera marcó el de su padre. La situación no es tan difícil como entonces. Pero en aquel tiempo se contaba con un gran proyecto nacional: establecer la democracia, recuperar las libertades y entrar en Europa. Se sabía adónde íbamos y todos teníamos ilusión. Hoy cunde el desánimo y la desilusión. Crecen las fuerzas disgregadoras. Y no se ve claro el horizonte nacional, algo imprescindible para garantizar el éxito de la operación. Así que una de las tareas del nuevo Gobierno, después de acordarlo con la oposición razonable, será fijar ese gran horizonte nacional, que no puede reducirse a mejorar las condiciones económicas y aumentar el empleo, aunque éste sea, sin duda, un objetivo imprescindible y fundamental. Hay que volver a un sano patriotismo, en el que sobran los disgregadores y los aguafiestas. La reconducción del problema autonómico, fortaleciendo al Estado central, con las reformas constitucionales precisas, y la superación del dramático desequilibrio demográfico, –ahí está la España vacía del interior como una interpelación permanente a los poderes públicos–, deberían ser los grandes proyectos de Estado. Hay que reconocer que, entre unos y otros, esto se ha ido de las manos en los últimos años, sobre todo en Cataluña. Por lo demás, la completa limpieza de la vida pública, con medidas pactadas e implacables contra la corrupción, tiene que ser la condición «sine qua non» para iniciar la recuperación de la moral colectiva.
Sin renunciar a su función de controlar al Gobierno, la oposición parlamentaria, en gran parte sin experiencia, sin ideas claras o con problemas internos, ha de convencerse desde el primer día de que no le corresponde a ella gobernar. Tampoco sería de recibo la formación sistemática de coaliciones negativas, estableciendo alianzas con el único fin de bloquear la acción del Gobierno. Sobran aspavientos infantiles en los pasillos del Congreso de los Diputados y en los medios de comunicación cada vez que una propuesta del Gobierno no sale adelante en el hemiciclo. En esta nueva etapa habrá que acostumbrarse a ello con naturalidad, sin sacar las cosas de quicio. El Gobierno se reserva en todo momento su potestad de vetar cualquier ley, tramada a sus espaldas, que suponga aumento de gasto, y, si se ve maniatado y arrinconado, puede convocar a los ciudadanos a las urnas. Esos son sus poderes. Una de las peculiaridades de esta legislatura es que se sientan en el palacio de la Carrera de San Jerónimo grupos de diputados nuevos con desaliño indumentario que, según parece, se han propuesto como único objetivo no dejar gobernar a Rajoy. Eso se llama obstruccionismo, que es una actitud antidemocrática, y más si va acompañada de la agitación de la calle. Es, por el contrario, esperanzador que la legislatura se inicie con el propósito de alcanzar un gran pacto educativo y un acuerdo razonable sobre seguridad ciudadana. De la actitud del Gobierno y de la responsabilidad de la oposición dependerá en gran manera, aparte del porvenir de los propios partidos, el éxito de esta Segunda Transición.
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