Familia
La tristeza y la piedad
Imagino el dolor de la madre, una cría de 21 años, depositando en el escalón el pañuelo en el que traía envuelta a su hija recién nacida, y toda esa algarabía del prófugo Puigdemont alquilando casa en Waterloo, me parece una memez. ¿Cuántas veces se volvió para ver si alguien abría la puerta de la parroquia? ¿Cuánto lloró? Seguro que se escondió en la esquina de Santa María Micaela y esperó temblorosa, hasta comprobar que recogían a María Milagros. Porque esa es otra: dejó una nota con el nombre de la bebé y su fecha de nacimiento. Ni siquiera le retiró del tobillo la cinta del hospital.
Con esas pistas, a la Policía le bastaron minutos para localizar el piso y detenerla. Imagino que pasó la noche en un calabozo y me indigna, casi tanto como haber escuchado que iba a ser acusada de abandono de menores y se arriesga a una pena de prisión de dos a cuatro años. ¿Pero en qué país vivimos? Se lo digo yo: en uno donde hablan ya de «indulto» a Junqueras y compinches, como si llevar carnet de diputado electo te hiciera más inocente que dar el golpe con metralleta y bigote, pero parecen dispuestos a aplicar sin miramientos el Código Penal a una desventurada a la que un caradura dejó preñada y sola. Esa chavala no abandonó al bebé. Todo denota que siente amor de verdad por la criatura. Su único delito, si existe, es haberse sentido abrumada por la maternidad.
Dicen los policías que cuando llegaron a su domicilio estaba preparando la maleta para irse a Paraguay, pero antes y eso es lo relevante, actuó como creyó que era mejor para que María Milagros viviera. No abortó y aquí en España eso no es complicado, ni tiró el bebé en un cubo de basura. Fue donde le empujó el instinto y una atávica costumbre: a la puerta de una iglesia. Y el juez, a quien no conozco, lo tuvo claro este viernes cuando la mandó a su casa, limitándose a retirarle el pasaporte. No es momento de juzgar, sino de comprender y si fuéramos como Dios manda, estaríamos recogiendo dinero para ayudar a esa madre a criar a esa hija entre nosotros.
Confiar en que la auxilien las instituciones y en concreto este Ayuntamiento de Madrid, que gasta 52.337 euros en un estudio sobre el «impacto de género» que entraña el soterramiento de la M-30 pero no tiene ni una pizca de sensibilidad para un caso así, es perder el tiempo.
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