George Chaya
La voluntad del pueblo no es un golpe de Estado
El derrocamiento del presidente Mohamed Mursi puede parecer un golpe de Estado militar. Sin embargo, para todos los efectos, definitivamente no lo es. La movilización que dio lugar a la caída de Mursi fue hecha por millones de egipcios que salieron a las calles durante cuatro días seguidos, coreando la palabra: «Erhal», es decir, «vete». Sin la presencia y la determinación de esos millones de ciudadanos en las calles no hubiera sido posible deshacerse de Mursi y la Hermandad Musulmana, y el Ejército, sin duda no habría intervenido. Los militares han actuado en cumplimiento de un claro mandato popular, exactamente igual que en el derrocamiento de Mubarak. Es cierto que el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas cometió graves errores cuando asumió el poder después del dictador. Pero con el nombramiento interino del actual presidente del Tribunal Constitucional Supremo, Adli Mansur, como presidente interino hasta que las elecciones tengan lugar, los militares han dado una fuerte señal de que en esta ocasión no volverán a cometer los mismos traspiés del pasado. Egipto se equivocó al elegir un presidente de la Hermandad Musulmana. En sólo un año, Mursi sometió a la mayor parte de la población, con excepción de los miembros de la Hermandad y sus simpatizantes. Pero no sólo no pudo manejar la economía, sino que también hizo enemigos en casi todos los sectores: con el poder judicial, los medios de comunicación, las autoridades religiosas de Al-Azhar –la principal mezquita del país–, la iglesia copta y los egipcios de a pie, cuya forma de vida, libertades y sustento no sólo cayó a niveles alarmantes sino que padecieron una brutal represión estatal. El aspecto más peligroso de la Hermandad era su discurso del miedo y el odio. La represión contra coptos, chiíes y cualquier persona que se atreviera a oponerse al Gobierno islamista era desenfrenada. Después de un año atroz de mala gestión, retórica sectaria y violencia estatal, es comprensible que los egipcios se levantaran con toda su fuerza contra un régimen que los tuvo de rehenes. El presidente y los islamistas demostraron ser incapaces de gobernar.
Nunca comprendieron los fundamentos de gestión de un Estado moderno. Lo que lograron hacer fue disipar cualquier ilusión que los egipcios podrían haber tenido sobre los Hermanos Musulmanes como una facción política, moral y espiritualmente superior. Mursi favoreció el fin de ese mito propagado durante décadas con su horrible gestión. El compromiso de Mursi por respetar la Ley no fueron más que palabras sin sentido cuando aplicó una nueva Constitución en la que la «sharia» se convirtió en la Ley suprema del país. Con ello se cargó el poder judicial y designó –por decreto– fiscales islamistas, quienes cumplían la tarea de «acusadores particulares» del mandatario. Mursi y sus partidarios argumentan que su derrocamiento es una violación a la legitimidad de las urnas. En su último discurso como presidente, repitió la palabra legitimidad una y otra vez. Pero lo que él ignora es que «la legitimidad de un gobernante surge del consentimiento popular».
Apoyarse en la legitimidad de las urnas no es muy diferente a la posición del marido que viola reiteradamente a su esposa, pero insiste en que ella se ve obligada por la legalidad del contrato de matrimonio a aceptar su abuso. Egipto pareciera intentar encaminarse a recuperar la cordura y asumir el rol de liderazgo árabe regional que ha tenido a través de su historia reciente. Mientras tanto vemos cómo los Hermanos Musulmanes –fanáticos islamistas que que han destruido el país– intentan ahora alimentar el odio y la violencia pidiendo «que corra sangre» porque no se les permite continuar gobernando con impunidad.
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