José Jiménez Lozano
Las asperezas de cada día
Lo que se llamaba en los monasterios la «lectio divina», al acabar el día, tenía una especial razón además de su específico significado religioso, y ésta era la de limar las excrecencias, ungir las llagas o rozaduras del diario vivir, cepillar un poco el polvo de la mundanidad de cada día, y asomar, a quien esa lectura hacía, al mundo de la armonía, la paz, y la luz espirituales. Pero es que no era para otra cosa la lectura de un libro hasta hace poco tiempo: nos recomponía de algún modo por dentro, nos asomaba a la belleza y a la misericordia, a la alegría, a la inteligencia y a la admiración. Y también la conversación cumplía una función parecida, porque era por nada y para nada, y porque sí. Estar con otros. ¿Acabó todo esto para siempre?
Tienen todo el aspecto de ser así las cosas, pero ambas realidades la lectura y la conversación, reparadoras de humanidad, proseguirán ahí, semiclandestinas quizás, como signos de supervivencia del pasado, presencia de lo anormal y lo extraño. O quizás desaparezcan ¿Acaso sabemos ya hoy lo que es el buen gusto y la cortesía?
Posiblemente ya no lo sepamos, hemos absorbido demasiadas cantidades de vulgaridad y encanallamiento, y ya tenemos sobre nosotros las famosas siete pieles de búfalo, de las que habla Maestro Eckhart, que nos hacen insensibles a todo aquello que durante siglos se ha necesitado para vivir y se ha buscado en la lectura y la conversación.
Hace ya un buen trecho de tiempo que se las ha robado a las personas el alma de su almario, y se las obliga a pensar y vivir pendientes únicamente de los estereotipos sociales y de la vida política, o se las enfrente constantemente al mundo del crimen. Y, así, por ejemplo, en una televisión, en la parte dedicada a reflejar la espontaneidad de los oyentes, hemos llegado a ver escrito a propósito de los jóvenes asesinos de una muchacha el lugar de cuyo cadáver se han negado a revelar, que a estos delincuentes había que haberles arrancado las uñas, una por una. ¿Cómo es posible desear algo así, y que esta abomimación se exhiba en público en un cartel, televisivo o no?
Pues es posible, porque todo nuestro respeto a la persona no existe y es, como mucho, retórico y un legalismo tan débil como el de la ley de caza. El hombre ya no tiene una personalidad sagrada, inviolable física y psíquicamente, ya no le tenemos el respeto que se tiene a lo sagrado, y, por lo que se ve, en plena indignación se puede insinuar que se saquen las uñas a un ser humano con unos alicates.
¿Qué puede protegernos ya, entonces, incluso contra los pensamientos criminales como los de la tortura aunque sea a un delincuente? Nada puede ya protegernos; todo lo más que es posible hacer es algo así como una ley protectora de animales primates superiores, o de violencia de género, que son leyes como la ley de caza, como digo, que sólo funciona si los gendarmes nos sorprenden. Y, por lo demás, esas mismas leyes se han tornado sumamente indulgentes, porque, en último término el bien y el mal no existen, son puras convenciones o consensos de las asambleas.
Esto de sacar las uñas a un delincuente es al fin y al cabo el fruto de un buenismo que nos preside desde hace bastante tiempo y hace coexistir perfectamente la lenidad con la crueldad. Pero no podemos vivir sin ver cumplida la justicia o con alguna sombra y mención de tortura. Hasta hace algunos años, en las cárceles españolas había una leyenda ejemplar: «Odia el delito, y compadece al delincuente» y lo peor no está en que esa leyenda no esté ya ahí, sino que lo que se nos ofrece cada día es un necio y peligroso buenismo que no odia el delito ni la pura imaginación de una tortura, sino que propicia y agiganta elementales emociones, y puede pervertirnos totalmente.
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