José Luis Alvite
Las luces de Brighton
Algo que admiro mucho en Josemi Rodríguez Sieiro es la exquisita devoción con la que nos cuenta el viejo lujo insular de La Toja, el ambiente medicinal y balneario de ese lugar elegante y antiguo en el que ni siquiera está descalza el agua cuando remonta la marea las escalinatas del Gran Hotel en esos días ilustrados y distintos en los que deletrea a lo lejos la relojería del tiro al plato y al anochecer se escucha en la ensenada como vocaliza el viento en una laringe de velas. Poco tiene que ver La Toja con el turismo ruidoso y masivo de chanclas y cuñados, ni se prestan a ello sus pequeños arenales sombreados por los pinos, frecuentados por estupefactos bañistas que en su estoica soledad sin sudor parecen escalfados en una viñeta farmacéutica por los pinceles de Signac. Mi padre me llevaba de niño a visitar al doctor Puente Castro en su chalet de la isla, una casona umbría en la que el ilustre cirujano hablaba de pintura y de novelas, de música y de botánica, con la codeína de aquel aliento suyo que a mí me parecía que transformaba en hule el consomé amarillo con el que en pleno verano entraba don José en calor a media tarde. Josemi me devuelve a la dulce analgesia de entonces cada vez que habla de la isla y cuenta su estancia en el Gran Hotel, el viejo y romántico establecimiento en el que en mi niñez convalecían las adineradas ancianas extranjeras que acudían a expulsar en las bañeras del balneario su estribillo de cálculos renales, la tacada biliar con cuyo ábaco agonizaba aquel verano lento y exquisito en el que recuerdo haber visto a una orquesta formada de punta en blanco por la noche en el amplio remanso de aquella escalinata anfibia iluminada por una pedrea de bombillas de colores en cuyo resplandor se desteñían, como resfriado fuego de leña, las luces biliares y lejanas de Brighton.
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