Restringido

Las paradojas del «nuevo Irán»

Una bomba nuclear no se fabrica sólo con uranio enriquecido al grado militar, sino que precisa de otros componentes de alta tecnología como los moderadores de fusión, detonadores sincronizados o proyectores de explosivos a velocidad constante. Y, por supuesto, los vectores del transporte de la cabeza nuclear, que hoy en día ya suelen ser misiles. Cuando los inspectores de OIA elaboraron sus primeros informes sobre el programa nuclear iraní, ya reseñaron inquietantes indicios sobre el uso de doble tecnología de obras públicas en el campo de los detonadores y la existencia de túneles de ensayo de explosivos. Por supuesto, los vectores de lanzamiento existen y, como el FATH-110, pueden transportar una cabeza de hasta 600 kilos, más que suficiente para arruinar una ciudad de 60.000 habitantes. Es decir, que ni los israelíes ni los norteamericanos estaban paranoicos al tratar el programa atómico iraní como una amenaza que había que tomarse en serio porque, simplemente, significaba el pistoletazo de salida para la nuclearización a toda prisa de Oriente Próximo.

De la misma forma que Pakistán no se quedó quieto ante la bomba nuclear de la India, Arabia Saudí y los países del Golfo tratarían de hacer lo mismo si el viejo enemigo iraní –persa y chií– se hacía con el arma nuclear. Que los saudíes andan algo nerviosos con el dossier iraní –ya han ejecutado a 38 personas en los dos primeros meses de 2015, cifra poco habitual– no es ningún secreto. El año pasado dedicaron más dinero que Rusia a gasto militar (81.000 millones de dólares frente a 70.000) y no parece que vayan a reducir el ritmo de rearme en los próximos años. Por lo menos, mientras Irán continúe ganando posiciones en la zona como padrino y protector de los chiíes. No sólo hay combatientes, asesores y armamento iraníes en Siria e Irak, luchando contra el Estado Islámico, sino que han conseguido reforzarse en Yemen, y respaldan, de momento pacíficamente, las protestas de Bahrein, donde una monarquía suní se impone por la fuerza sobre una población de mayoría chií. Décadas de propaganda negativa contra Irán nos han dibujado un país casi medieval, que no es tal. Los 70 millones de iraníes conforman una sociedad compleja, con una amplia clase media atrapada entre la modernidad tecnológica y las reglas morales de un estado teocrático. Son conductores pésimos pero están muy alejados de los rigorismos religiosos de los saudíes, y no es insólito ver a una monja católica, con hábito, pasear por Teherán. En su seno se mantienen las tensiones democratizadoras de una parte de la sociedad urbana y, en general, los ciudadanos de a pie estarían encantados de cambiar el programa nuclear por un levantamiento del embargo que les alivie de las escaseces cotidianas. Con ese Irán pretende negociar Washington un nuevo estatus en Oriente Próximo, que no es más que el retorno a la situación de 1948, cuando se sustrajo a los persas de la órbita soviética. La oportunidad la brinda el repunte del integrismo suní en todo el mundo árabe, que a ojos de Obama hace de Teherán un aliado objetivo como mal menor. Pero convendría ir con cautela. Los iraníes tienen un alto concepto de sí mismos y del lugar que deberían ocupar en el mundo. Aunque Obama haya creído descubrir un nuevo Irán, es el Irán de siempre, el de los ayatolás y los delirios de grandeza.