Alfonso Ussía
Latidos lejanos
Wodehouse acuñó para Jeeves, su formidable personaje, el mayordomo de Bertram Wooster, la frase que mejor explica el desencuentro amoroso.
«Son dos corazones que no laten al unísono». En algunos sectores de las sociedades adineradas de la América española –me refiero al idioma y no al poder político–, ella es «mi princesa» y él «darling». Fui testigo de este apasionante diálogo entre una «princesa» y su «darling». –Mi «princesa». Prepárame un whisky. Con mucho hielo, y el agua hasta el tope pero sin que se derrame una gota. Y que no esté ni fuerte ni flojo, en su punto, como sólo lo sabe preparar mi linda «princesita»–. Ella no se movió de su sillón, y habló con contudente amabilidad: –«Darling», mi amor, creo que ha llegado el momento de la sinceridad. Que te prepare el whisky la chingada de tu madre». De haber asistido Wodehouse a tan calamitosa escena no lo habría dudado. Se trataba de dos corazones que no latían al unísono.
El amor es caprichoso. Cuando la pasión forma parte del capricho, el odio siempre está al acecho para irrumpir en el escenario. Y existe otra invitada mucho más demoledora que el odio. La indiferencia. –¿Cuánto me quieres, mi amor?–; –absolutamente nada–. Una desagradable contingencia que han padecido millones de parejas en cada siglo superado.
He llegado a la conclusión de que Mariano Rajoy y Pedro Sánchez son dos corazones que no laten al unísono. No han latido al unísono jamás, por lo cual ninguno es «darling» ni «princesa». Para ser «darling» o «princesa» ha tenido que temblar previamente, con o sin viento, la hoguera del amor. Cuando la «princesa» le comunica a su «darling, mi amor» que ha llegado el momento de que el whisky se lo prepare su puta madre, lo hace respetando las cenizas del amor amortizado, deshabitado por el uso. Pero entre Rajoy y Sánchez no hay cenizas muertas de un amor pasado que obliguen al respeto. Se tienen bastante manía, y la intensidad es mutua y compartida. No hay química, recelan de su piel, y cuanto más se reúnen, más se aborrecen.
El desamor puede alcanzar niveles de máxima crueldad. Se cuenta de un soltero de Jerez que reunía en su casa el día de Navidad a sus sobrinos. Fue un tío ejemplar hasta que se le cruzaron los cables. Jugaban, corrían y gorjeaban los pequeños a su alrededor, y al pasar junto a él uno de los niños, el tío le arreó una colleja. Lógicamente, el niño rompió en llanto, consecuencia del dolor y el susto. Y la madre del agredido protestó: –Tío ¿por qué le ha pegado a mi niño?–; y el tío respondió: –¡Porque es muy feo, joé, y me da mucho coraje!–. Veinte años más tarde, por esos regates que la vida procura, el feo heredó una buena parte de la fortuna de su tío. No lo enterró en el monumental panteón familiar de Jerez. Compró un nicho de saldo en el lejano cementerio de Rentería, y depositó a su tío entre Imanol Esturza Mendigorría y Nekane Aristizábal Belzuncegómezkorta. –Ahí te quedas, cabrón–, musitó durante el entierro. No eran dos corazones que latían al unísono.
Pero se trató de un asunto familiar, no de un desencuentro de Estado. Sánchez aprovechó un debate para insultar a Rajoy, y Rajoy que no pudo reaccionar al insulto –por otra parte injusto–, le ha dejado a Sánchez con la mano tendida, que es un contratiempo tan ridículo como alzar la mano para detener un taxi, y que el taxi siga su camino haciendo caso omiso del desconcertado cliente. Para negar un saludo con la mano tendida hay que preparar con tiempo el agravio. Y Rajoy se ha vengado del insulto a destiempo. Lo malo es que detrás del insulto y de la falta de respuesta de Rajoy a la mano tendida de Sánchez está España, y entre uno y otro representan a doce millones de españoles que no tenemos la culpa de que sus corazones no latan al unísono. Cuando el desamor puede afectar a muchos, un beso de refilón es lo más conveniente, cuando no una palmadita en la espalda. Falsa, pero palmadita al fin y al cabo.
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