Ángela Vallvey
Líderes
Algunos teóricos han estudiado la figura del líder revolucionario, al que no dejan muy bien parado. Lo incluyen dentro de la categoría de los desarraigados, resentidos y frustrados. Señalan que su ambición de poder procede de evidentes complejos físicos, psicológicos o sociales, e incluyen en tal calaña a un amplio margen de prototipos que van desde los inadaptados sociales hasta los ex militares quejosos. La persona mentalmente sana, creativa y satisfecha –vienen a decir– jamás se lanza a aventuras agitadoras. De la misma manera que antiguamente las revueltas no las encabezaban los esclavos, sino los recién apresados, o los libertos. Carlyle incluso se atrevió a sugerir que personajes con problemas intestinales –como Hitler, Napoleón o Stalin (no conoció a Castro)– son los más decididos a «cambiar el mundo». Curiosamente, los tres mencionados se erigieron en tiranos de países en los que ni siquiera habían nacido. Como si fuese una condición necesaria, aunque no imprescindible, para impulsar la revolución, tener un estómago miserable y ser extranjeros...
Al líder insurrecto, dispuesto a subvertir el orden legal, tampoco se le pide tener práctica. El de tirano insurgente es uno de los pocos oficios para los cuales no se requiere experiencia previa. Es más, se desaconseja vivamente poseerla. Cuanto más ignorante sea el líder sublevado, más garantías tendrá de éxito. La causa es que cualquiera con experiencia y en su sano juicio no se atrevería a meterse en un fregado de tamaña catadura sin que le diera un infarto. A pesar de lo que suele decirse, pues, Lenin no era un revolucionario profesional, porque tal cosa no existe. Ser revolucionario es estar incólume, condición que se pierde con el primer uso.
Los que se incorporan a un movimiento agitador cuando ya se ha consolidado no son revolucionarios, sino «conservadores» cautos que se suben al carro cuando ven que está bien atado a los bueyes. A esas personas que empiezan a acercarse a los «movimientos» políticos incendiarios cuando estos ya están arraigados, Hitler las llamaba «ladillas de la política»: gente que intenta medrar viendo que el triunfo ya está servido por los «pioneros arrojados» que lo pusieron en marcha cuando tenían todo para perder y poco que ganar. Desde tiempos de Espartaco, los «enganchados» a las transformaciones virulentas son diferentes a los líderes, que deben ser tan ignorantes como arrojados.
¿Son factibles ahora, en Europa, los cambios violentos...? No se sabe, aunque líderes tales nunca faltarán. Seguro.
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