Ángela Vallvey

Llueve

La Razón
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En Madrid no llueve, diluvia como en la Biblia. Nunca caen cuatro gotas: las hemos contado y son muchísimas más. Parece que el mundo se acaba cuando chispea. Cada vez que llovizna, Madrid se convierte en una especie de escenario del «Infierno» de Dante, teatro «de la lluvia eterna, maldita, fría y pesada». Madrid se ha acostumbrado a la sequía tenaz, a un sol eterno semejante a ése de las películas que imaginan la vida después de una hecatombe nuclear. Cada vez que llueve, la tragedia se cierne sobre los madrileños, que contemplan aterrados el cielo, acordándose de los antepasados de las nubes y de todos los ancestros de las aguas. En Madrid gusta el clima seco, ardoroso, luminoso, achicharrador. El aguacero está mal visto. Las únicas aguas que se toleran son las que salen del bidé, abundantes y baratas. ¿Para qué necesita Madrid que llueva, si todas las casas tienen grifos...? La borrasca es un retroceso del clima, una faena de la atmósfera, que se empeña en fastidiarle el peinado a esa señora tan peripuesta que, además, ha salido de casa sin un endiablado paraguas. Ah, sí: y el paraguas, ¿qué decir de un utensilio como ése, maléfico y cargante? Donde se ponga un buen todoterreno –de esos que pesan cinco toneladas, consumen gasolina como mastodontes sedientos de octanos y podrían usarse para rearmar al ejército de Afganistán–, que se quiten todos los paraguas del mundo. En Madrid gusta mucho sacar el coche 4x4 antes que abrir una miserable sombrilla. En cuanto el clima se pone borde, y amenaza chaparrón, Madrid entero saca el coche para resguardarse del temporal. En Madrid hay más coches que paraguas. Al fin y al cabo, ambos sirven para lo mismo, ¿no?, pero los coches cumplen mejor la función para la que están encomendados, y por lo menos tienen cuatro puertas.

Lo malo es que, por consiguiente, cada vez que llovizna, Madrid se convierte en un enorme y perfecto atasco que, en comparación, deja a los embotellamientos chinos de Pekín (de varios millones de coches en autopistas de cincuenta carriles, cientos de kilómetros de congestión y semanas de duración) en modelos de planificación urbana.

Pero la culpa, como siempre, no es de nadie, sólo del tiempo, que la tiene tomada con Madrid y se empeña en llenar los pantanos para que podamos seguir abriendo el grifo de casa y encontrar agua para derrocharla a granel.