José Luis Alvite
Lluvia muerta
Hubo un tiempo en el que dormía en el coche y me aseaba por la mañana en los baños de los bares. Mi único orden vital consistía en perder amigos y pasar hambre con regularidad. Tenía una familia sin atender y un coche viejo que metía agua en el maletero. De diez ideas que tuviese en la cabeza, ocho eran falsas, y las otras dos, descabelladas. Ni tenía amigas que me fuesen leales, ni enemigos que me odiasen tanto como para tenerme en cuenta. A veces dormía en un piso al que no recordaba haber sido invitado y por la mañana me asomaba a la ventana para saber en qué maldita calle había despertado. Reconozco que me entusiasmé por el afecto de alguna chica, pero no me importa admitir que lo único que recordaba luego de su corazón era el precio. Me preocupaba mucho no perder de vista el coche. Ese era entonces mi hogar, el sitio del que salir, el lugar al que volver. Una madrugada dormí en la furgoneta de unos gitanos portugueses y me sentí muy integrado en el rancio tufo parmesano de aquella atmósfera tan cargada en la que hasta se me apagaban los cigarrillos. Por la mañana me pareció que al salir de la jodida furgoneta llevaba estofada en la cara la barba de otro hombre. Fueron años duros por los que jamás he señalado a otro culpable que no fuese yo. Estaba tan agotado que al amanecer me desvelaba el sueño e incluso la imaginación me borraba las ideas. En una ocasión me amaneció aparcado en un barrio de la ciudad y estaba tan perdido, tan descolocado, que permanecí un buen rato sentado al volante del coche por si en cualquier momento fuesen a pasar por las afueras de Compostela las calles de Berlín. Ahora estoy bien, pero, ¿sabes?, a veces echo de menos el cadáver de la lluvia preguntando por mí en el maletero del coche... (A Matías Antolín)
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